Hace justo una semana Pilar Rahola pasaba a cuchillo a sus correligionarios nacionalistas vascos en una tertulia radiofónica. Se pronunciaba a propósito de una entrevista dominical a Íñigo Urkullu en la que el dirigente político se distanciaba de las estrategias del nacionalismo catalán de enfrentamiento con el Estado central y veía inútil cualquier pseudoreferéndum que no fuese fruto de un diálogo con el conjunto de fuerzas políticas españolas y con los avales internacionales necesarios.
Que la anfitriona intelectual y gastronómica del neoindependentismo matara a sus iguales de Euskadi es la prueba más fehaciente de cómo los nacionalismos de una y otra comunidad han adoptado líneas de acción diferenciadas sobre sus eternos propósitos de elevar el nivel de gobierno propio.
La campaña de las autonómicas en Euskadi se ha centrado en el clásico eje político de izquierda y derecha, ha pasado pantalla del independentismo de otros tiempos pasados
A Urkullu se le ha dado bien esa nueva estrategia en las urnas. Hay muchos más elementos a ponderar, pero el regreso al nacionalismo moderado, posibilista y pragmático ha tenido aceptación entre el electorado. Tanto el Partido Nacionalista Vasco (PNV) como la segunda formación política de la región, EH Bildu, han pasado pantalla del independentismo clásico. La campaña de esas autonómicas se ha centrado en el clásico eje de debate de izquierda y derecha. Los dos principales partidos hablaron de paro, inversión, infraestructuras, pobreza, servicios sociales, impuestos…
A los más radicales de Arnaldo Otegui la pérdida de peso parlamentario específico se les debe explicar por el traspaso de votos en dos sentidos: por la derecha al sentido común del nacionalismo del PNV y, por la izquierda, a la pujanza de Podemos, que sin tantos complejos ha introducido también el discurso progresista no nacionalista en el País Vasco.
Euskadi, como de costumbre, mantiene una cámara legislativa atomizada. Es, al igual, que Cataluña, un hecho diferencial histórico. Los vascos no votan sólo en clave de blanco o negro, sino que la gama de grises incluye una profunda carta de colores.
La composición del Parlamento vasco no sólo tiene importancia para toda España, es también una lección al nacionalismo catalán de cuáles son las vías preferidas por la ciudadanía
Los resultados no deben leerse sólo en clave española y en cómo influirán en la gobernabilidad del Gobierno central. También posee lecciones interesantes para los catalanes: el electorado empieza a virar hacia posiciones que de antiguo fueron propiedad de Convergència i Unió (recuerden el peix al cove y las negociaciones de Jordi Pujol) y que hoy difícilmente pueden obtener respuesta en la fórmula de Junts pel Sí, formación más ocupada por retener el poder a cualquier costa y por mantener la tensión soberanista en altas cotas que de gobernar el país.
La racionalidad creciente del electorado vasco y de sus formaciones políticas hace pensar que el nacionalismo de aquellas tierras ha evolucionado hacia una etapa distinta. Llevan años de adelanto en muchas cosas. Su plan Ibarretxe, las travesías del desierto nacionalista del PNV y, por supuesto, la erradicación definitiva de cualquier violencia nacida de la política hacen, como un conjunto indisoluble de influencias, que estén de regreso cuando los catalanes que gobiernan aún van en el viaje de ida.
Muchos antiguos votantes de CiU veían anoche con admiración y cierta nostalgia la evolución del voto vasco y cómo se orienta a posiciones de normalidad política. Mientras algunos piensan que están dando una lección a los vascos con sus hojas de ruta y sus cromáticas manifestaciones del 11D, otros piensan con envidia que las gentes del norte sí que han encontrado un espacio político para avanzar de manera eficiente más allá de conciertos, hechos diferenciales y otras características propias. En la centralidad, sin radicalismos, en definitiva.