El pasado 1 de enero entró en vigor, sigilosamente para el común de los mortales, un cambio normativo que comporta, entre otras cosas, lo que puede ser una subida impositiva de considerables dimensiones.

En efecto, en el mes de julio se publicó en el BOE la enésima ley antifraude que modificó las normas que valoran los inmuebles a los efectos de determinar la base imponible de varios tributos, como el de Transmisiones Patrimoniales --afectando, por tanto, a cualquier compra de una vivienda, por ejemplo--, el de Sucesiones y Donaciones o el de Patrimonio.

El cambio deriva, en realidad, de una voluntad impenitente de las mentes pensantes del Ministerio de Hacienda de socavar o contornear, como se quiera llamar, una consolidada jurisprudencia del Tribunal Supremo que ha venido laminando los métodos de valoración utilizados por las autoridades fiscales autonómicas para liquidar los citados impuestos, cuya comprobación está cedida a las comunidades autónomas.

En definitiva, nuestro alto tribunal ha establecido que no resulta razonable determinar el valor de mercado desde la comodidad de una mesa de trabajo dentro de un edificio público, siendo necesario en el común de los casos la visita de un perito en materia de valoración inmobiliaria, sin que la utilización de coeficientes correctores estandarizados, de visitas a portales virtuales, de la valoración hipotecaria o del seguro del inmueble puedan ser tomados como dogmas de fe inquebrantables para el ciudadano.

Ante esta razonable posición, la administración tributaria ha utilizado la táctica gatopardista que la caracteriza: modificar la ley para que, con el cambio normativo, todo siga siendo como lo era hasta la llegada de esta jurisprudencia contraria a sus intereses, intentando convertirla en papel mojado a través de la creación de un nuevo sistema de determinación de la base imponible de estos tributos: el valor de referencia.

Al profano que sea algo avezado en gramática lo de valor de referencia le sonará a chino, o hasta a dislate, y tendrá toda la razón. La referencia siempre debe operar sobre algo. Es un vocablo instrumental, no definitorio, y así se utilizaba “valor de referencia de mercado” en el proyecto normativo inicial que dio lugar a la citada ley antifraude.

Sin embargo, como referirse al valor de mercado podría resultar peligroso ante la mirada de los jueces, en las fases previas a la entrada en vigor de la norma se eliminó parte del enunciado legal, dejándolo en un amputado y vergonzante “valor de referencia” que no se refiere a nada en concreto.

Pues bien, en realidad, ese valor de referencia es un valor administrativo, no el valor de mercado. Es el valor que el catastro, utilizando el flujo de información que recibe de operaciones inmobiliarias, ha concedido a todos los inmuebles del país, aplicándoles una leve reducción del 10% para evitar que supere su teórico valor de mercado.

Cualquiera de los lectores que haya llegado hasta aquí en la lectura de este artículo puede acceder a la sede del catastro para visualizar cuál sería el valor de referencia de sus propiedades. O de las del vecino. Curiosamente, a pesar de los impedimentos legales que existen para conocer el valor catastral de un inmueble, el juego del chismorreo del valor de referencia es perfectamente lícito y no amparado por la protección de datos.

Pero la mayor peculiaridad del novedoso valor de referencia no se encuentra en su método de cálculo. Eso sería caza menor, pues dejaría a los organismos liquidadores autonómicos nuevamente en manos de lo que dijera el Supremo. La mayor particularidad se encuentra en que, en todos estos impuestos, el contribuyente debe --subrayen la obligatoriedad-- declarar por dicho valor de referencia, salvo que el valor de la operación sea superior.

En otras palabras, el valor de referencia actúa como valor mínimo de todas las compraventas, donaciones, herencias, permutas, aportaciones no dinerarias que se efectúen sobre inmuebles en lo sucesivo. Y el contribuyente no puede aplicar otro valor inferior, aunque pueda acreditar que el precio o contraprestación de la operación, o el valor de mercado del inmueble, fuese inferior.

Es decir, se presume que la base imponible de estos tributos es, como mínimo, el valor de referencia, dejándole al contribuyente la posibilidad de recurrirlo si considera que no se atiene al precio, contraprestación o valor de mercado.

El cambio no es menor, pues no va a ser la administración tributaria autonómica, sino el ciudadano, el obligado a iniciar un procedimiento, utilizar un peritaje, visitar un inmueble y motivar su valoración. Toda esa carga, antes administrativa, se le traspasa a un contribuyente que, para más ensañamiento, es el que previamente ha tenido que hacer su declaración tributaria y liquidar, pagando sobre una base administrativa.

Obviamente, con esta modificación se busca agotar a un ciudadano exhausto de obligaciones y que, muchas veces, no discutirá por importes poco elevados. La técnica del pitufeo, tan tradicional en el narcotráfico, aplicada por el legislador para calcular tributos.

A pesar de ello, a buen seguro que llegan recursos a los tribunales de justicia que, esperemos que más pronto que tarde, hagan rectificar este burdo fraude normativo devolviéndole al contribuyente los derechos que el valor de referencia le arranca.

Y, si quieren continuar con esta película de terror tributario, les recomiendo que se acerquen a la sede electrónica del catastro: ¡vade retro!