Hace un año sufrimos una gran tensión sociopolítica que la mayoría no queremos volver a experimentar. Los que nos identificamos con el constitucionalismo siempre supimos que la confrontación al final del camino sería con nuestros propios conciudadanos. Los independentistas, en cambio, imaginaban hasta entonces que la confrontación sería solo con el Estado, nunca o muy poco dentro de Cataluña, con la otra parte de los catalanes. Querían creer que su causa encarnaba la totalidad del pueblo catalán y que los que se oponían activamente en la calle eran muy minoritarios, a los que se podía insultar llamándoles fascistas. Sin embargo, ahora las cosas empiezan a verse diferente. Llevamos una semana sumergidos en el análisis de lo sucedido.
En ningún caso los políticos independentistas salen bien parados. Para la parte de su electorado que todavía conserve algo de espíritu crítico ha debido ser doloroso constatar la frivolidad con la que actuaron sus líderes. Se empieza a desmontar el engaño y los votantes soberanistas se preguntan, ¿cuál era el objetivo real del 1-O? Hoy ya queda claro que no era implementar la independencia, contrariamente a lo que les prometieron. Pero es evidente que tampoco había una estrategia para negociar con el Estado. La prueba es que no convocaron elecciones inmediatamente, en los primeros días de octubre. Ir a las urnas era la única forma de hacer valer su fuerza en una posible negociación si el resultado les hubiera sido muy favorable. También la única opción para no perder la iniciativa política en esas semanas. Pero como no tenían estrategia --y no mandaba nadie de verdad al frente del procés-- se sumergieron en el marasmo y acabaron en el ridículo.
Ahora bien, hay algo muy importante que han expresado dos protagonistas en la sombra del llamado “Estado mayor del procés”: el empresario Oriol Soler y exconseller republicano Xavier Vendrell. Ambos hablan de que uno de los errores del independentismo fue no haber calibrado la reacción del unionismo, no de los políticos, sino de los ciudadanos de a pie que percibieron la gravedad de la amenaza secesionista y se hicieron visibles en octubre pasado. Soler, que fue el organizador de algunas de las campañas de la ANC y uno de los principales asesores del Govern en la organización del 1-O, en una entrevista en RAC1 explica que “la cosa más dolorosa que hemos hecho mal es no ver que hay una parte muy importante de la sociedad que no quiere la independencia y que tuvo miedo; es una miopía muy importante que hemos de reconocer; no quiero la independencia con un 40% de la población asustada”, concluye. Veamos, ¿es creíble que alguien como él no supiera cuál era la realidad sociológica del apoyo al secesionismo en 2017? Es evidente que no.
Lo que pone de manifiesto esa frase es que no se esperaba que la masa constitucionalista saliera de su silencio y se manifestara, por ejemplo, de forma masiva el 8 de octubre. Anteriormente, a lo largo de toda esa semana ya se palpaba la tensión en los barrios con concentraciones espontáneas y la aparición de banderas españolas en muchísimos balcones. Y ahí fue cuando Soler se asustó. De haberse llevado a cabo el intento de materializar la secesión, el enfrentamiento civil estaba servido. Soler lo ejemplifica con una llamada telefónica de una amiga suya unionista que le confiesa llorando que a ratos desea la cárcel para los independentistas como él.
Por su parte, Vendrell, ex secretario de organización de ERC y partícipe en las reuniones del sanedrín del procés, reflexiona en una entrevista para el digital Vilaweb en términos muy parecidos. El error del independentismo fue despertar a la Cataluña española. En su municipio, Sant Joan Despí, el 70% votó en las autonómicas a partidos que quieren que gente como él “vaya a la cárcel”, confiesa. “No quiero la independencia con vecinos así. No me creo que nadie de los que vota a Ciudadanos no sea demócrata. Gente que ha votado a partidos de izquierda toda la vida no se ha vuelto fascista. Sencillamente, los hemos asustado y se han refugiado en el partido que les daba más garantías para defender su españolidad”, explica Vendrell. Dejando a un lado el inaceptable estigma contra la formación naranja, lo que ocurrió es que los catalanes no independentistas se tomaron en serio la amenaza de la secesión y salieron a defender sus derechos. Los que dirigían el procés nunca pensaron que eso podría suceder. Creían que los catalanoespañoles aceptarían pasivamente un proceso de ruptura y que el conflicto aparecía en términos de España contra Cataluña.
Por eso un año después es bueno no olvidar la lección del procés. En octubre pasado sucedió lo inesperado: se visualizó la confrontación interna. Eso frenó al independentismo, en paralelo a sus clamorosos errores. Y hoy además es motivo de reflexión por parte de algunos como Soler o Vendrell. Saben que la unilateralidad no es un camino transitable. No solo por la respuesta del Estado, empezando por la justicia, sino porque nos lleva al enfrentamiento civil. Así pues, cuando desde el discurso políticamente correcto nos rindamos ante los deseos de diálogo, tampoco denostemos la confrontación. No hay que excitarla, pero ha sido necesaria y útil para evitar males mayores.