A nadie en Cataluña se le escapa la situación de abandono que sufrimos quienes no comulgamos con las ruedas de molino del separatismo. Una situación de abandono por parte de un Gobierno de España que no está interesado en reforzar a un movimiento civil que es contrapeso de sus pactos con podemitas y separatistas de toda índole y color.
Es de contrapesos de lo que vengo a escribir en este espacio que se me concede. Unos contrapesos que, en Cataluña, han ido perdiendo paulatinamente su fuerza por el abandono de quienes los sostenían, por dificultades económicas y el cansancio que provoca el enfrentamiento constante con una Administración que actúa como una apisonadora social y política del disidente. Siempre parapetada bajo la cínica sonrisa del funcionario de turno del registro de entrada de la Consejería de Educación, a modo de ejemplo.
Es desde este organismo público, responsable de la educación de miles de alumnos catalanes, desde donde CiU y sus imprescindibles aliados inician la construcción nacional de la Cataluña contemporánea. Promovieron, al inicio de la democracia, la ley 7/1983, llamada “de normalización lingüística”, aprobada en el Parlamento autonómico. Bajo la excusa de “normalizar” el catalán en la sociedad y Administración catalanas subyacía, como se ha demostrado con el tiempo, la voluntad de extranjerizar en su propia tierra a la mayoría de catalanes, negándoles la posibilidad de estudiar en español.
Después de la implantación en 1978 del catalán como asignatura troncal en la educación catalana y antes de la aprobación de la inmersión lingüística obligatoria, el 25 de enero de 1981, un grupo de 2.300 intelectuales firmaron un manifiesto publicado en el Diario 16. En él expresaban su preocupación por la intención del nacionalismo de convertir el catalán en la única lengua oficial de Cataluña, marginando el español de los espacios oficiales y públicos. Cuatro meses después, el 21 de mayo de 1981, Federico Jiménez Losantos fue secuestrado, tiroteado y abandonado atado a un árbol por la organización terrorista Terra Lliure. Después del suceso, tanto él como otros firmantes del manifiesto abandonaron Cataluña.
Quizás aquellos 2.300 no eran conscientes, pero estaban poniendo la primera piedra para hacer caer la inmersión 40 años después. La inmersión ha caído gracias a un puñado de personas con nombres y apellidos: 80 familias valientes que se han expuesto a ser hostigadas por la maraña nacionalista, auxiliadas y representadas ante los tribunales por Ana Losada y José Domingo, presidentes, respectivamente de la Asamblea por una Escuela Bilingüe y la asociación Impulso Ciudadano.
Y no hay más. Ni gobiernos, ni Unión Europea, ni líderes de la oposición de ningún tipo han contribuido a ello. Ahí estaban las familias, Ana y Pepe. Solos ante el peligro y agarrados a un hilo de esperanza sujeto al buen hacer del Tribunal Supremo. Del otro lado, un equipo de abogados de la Generalitat intentando privar del 25% de clases en español a los alumnos de Cataluña. Y al igual que en el popular El juego del calamar, solo quedó un jugador, que resultó ganador como ganadora resultó la democracia con la desestimación del recurso del Govern para defender su sistema de inmersión totalitario.
Desde la sociedad civil tenemos la obligación de ser la piedra que se mete en la bota del poder nacionalista y no le deja avanzar tan rápido como quisiera en sus pretensiones de expulsar lo español de Cataluña, una vez constatado el fracaso del intento de sacar a Cataluña de su conglomerado natural, que es España.