Echando la mirada atrás, los bancos centrales llevan casi quince años tratando de apuntalar la economía, a cualquier coste, hipotecando a las generaciones futuras. Probablemente tiene mucho que ver con esta estrategia global de quien era presidente de la Reserva Federal norteamericana al inicio de la anterior crisis financiera, en agosto de 2007, Ben Bernanke, un gran estudioso de la Gran Depresión de 1929. De su análisis aprendió que el cierre temprano del grifo de la liquidez por parte de los bancos centrales amplificó la crisis y la transmitió a los ciudadanos, por lo que durante los últimos quince años la receta contra las crisis ha sido siempre la misma, inundar el sistema de liquidez.

Los bancos centrales han bajado los tipos de interés hasta niveles nunca vistos, tipos negativos, y han emitido billetes como si no hubiese un mañana. Todos los bancos centrales han engordado sus balances de una manera increíble, ahora son unas diez veces mayores que en 2007, y para ello no han dudado de aceptar como contraparte a sus emisiones activos de dudosa calidad. El tamaño del balance de la Reserva Federal hoy es un tercio del PIB de Estados Unidos, una relación no vista desde la segunda guerra mundial. Y en paralelo los estados han aumentado su deuda de manera estratosférica pues la política monetaria laxa de los bancos centrales ha ido acompañada por una también laxa política fiscal, asumiendo déficits disparatados como algo natural.

El déficit público en España comenzó a dispararse en 2008, siendo superior al 3% desde entonces salvo en 2018 y 2019, que solo fue del 2,5%. 14 años sin cuadrar las cuentas públicas explican que el ratio de deuda sobre PIB pasó de su mínimo en 2006, un 36% del PIB, al actual 120% y no hay indicios de bajar en el corto plazo sino más bien al contrario pues cada vez se ofrecen más subvenciones y paguitas. Y lo que ocurre en España ocurre en todos los países, la deuda es la medicina para que la crisis sea más llevadera. Sirvió para la gran recesión y ahora sirve para suavizar los efectos de la pandemia y las consecuencias del inicio de la guerra de Ucrania. Pero parece que esta medicina comienza a tener contraindicaciones.

La escalada inflacionista en todo el mundo ha hecho que los bancos centrales comiencen a aplicar la receta habitual en estos casos, subir tipos. No es evidente que subiendo los tipos baje esta inflación al estar creada por múltiples factores. Es verdad que hay demasiado dinero en circulación, pero no es menos cierto que el mercado de energía y materias primas está convulso y, sobre todo, las cadenas de suministro están lejos de funcionar como antes de la pandemia por culpa de los parones y desequilibrios producidos por sucesivos confinamientos asimétricos.

Además, Europa está empecinada en una transición energética imposible y suicida que solo hará encarecer los precios de la energía porque si el resto del mundo no le sigue, que no le seguirá, nuestros esfuerzos y sacrificios no servirán de nada, la atmósfera es una en todo el mundo, la contaminación no entiende de fronteras. Pero mientras ponemos puertas al campo no tenemos ningún reparo en importar todo desde países lejanísimos sin importar la huella de CO2 que genera su transporte porque nos hemos entregado a un consumismo absurdo donde solo nos interesa la cantidad y no la calidad. Compramos espárragos en Perú y melocotones en Chile, apostamos por comprar por internet ropa de mala calidad elaborada por trabajadores más cerca del esclavismo que de las condiciones propias del siglo XXI. Queremos trabajar poco y solo en aquello que nos gusta y si no lo logramos exigimos que el Estado provea, lo que implica un gasto público enorme. El cóctel es muy peligroso, nos creemos ricos, pero en realidad somos unos malcriados a los que llevan tiempo suministrando antitérmicos sin tratarnos la infección que nos corroe.

La inevitable subida de tipos va a mostrar nuestras vergüenzas al aire de nuevo y tras un verano maravilloso, lleno de turistas y mejorando el empleo, siempre y cuando la gente quiera trabajar, claro, llegará un otoño duro en el que descubriremos que los PGE de 2023 serán restrictivos, los funcionarios tendrán que apretarse el cinturón y las pensiones no subirán el IPC porque la ayuda que nos dará el BCE para evitar el colapso de nuestra deuda será condicionada. Se acabará la alegría presupuestaria y nos exigirán reformas.

Es muy probable que el año que viene volvamos a ver señores de negro para comprobar que comenzamos a hacer lo que nos pedirán los países ricos de Europa a cambio de controlar la prima de riesgo con su dinero. Antes probablemente nuestro presidente del Gobierno reciba una llamada como la que recibió el presidente Zapatero el 11 de mayo de 2010 que le hizo ver que la fiesta se había acabado.