Puigdemont vuelve a la calle, Jordi Sànchez se justifica con desvergüenza y Junqueras reza. Los tres han perdido presencia y jerarquía entre sus bases. Ya no mandan. Sus escuadrones se están convirtiendo en tribus. Ellos lanzan sus advertencias al modo autoritario del Papa Inocencio --la bula Ad extirpanda-- contra los albigenses, congregados en el Canigó de la herejía cátara. Pero los jefes no son escuchados; las hordas sustituyen a las formaciones, como se ha visto en las últimas horas cuando los comandos urbanos desafían a Esquerra acusándola de botiflera. Las instituciones del soberanismo ya no fijan su estatus. El poder dentro del partido ha ganado la batalla al partido dentro del poder; el despacho vacío del president de la Generalitat es la imagen del rey desnudo.

La nación es como la aldea húngara del escritor László Krasznahorkai en Tango satánico: todos estamos a la espera de un astuto y carismático Salvador Illa, cuyas revelaciones producen un estado de ánimo entre la curiosidad y la pereza mental. Sería la solución, si lo fuera, aplicando el principio clásico según el cual “el ser es”. En los comicios de hoy, el consenso se gana climáticamente, como en la conocida partida final de ajedrez entre Spassky y Fischer; el segundo hipnotizó al ruso porque supo imponer un nuevo ritual, como lo ha hecho Ayuso en Madrid para demoler a la troica de izquierdas.

Rufián reprende a los Comuns que acusan a los republicanos de hacer de Pimpinela y zanja que, con ERC, ni tutelas ni tutías; Joan Tardà culpa al Gobierno del retraso de los indultos; Rahola se manifiesta en la Meridiana; Aragonès se refocila en su impotencia; Junts se descompone; Esquerra se agarrota; la CUP exige un país de juegos florales; la vieja guardia convergente se extingue; Graupera se proclama virrey de su casilla y Cotarelo se desploma de fervor soberanista bajo las arcadas del Mercadal de Vic, ciutat dels Angels, vicio y virtud de purpurados ultras. Todos quieren lo mismo: vengarse de los que humillaron a la autonomía con el 155 y condenaron a sus líderes ante el Supremo. Pero al mismo tiempo, todos quieren mantener el momio de los sueldos por encima de los seis dígitos. La proliferación de oportunidades para ocupar altos cargos y consultores adjuntos ha reducido sustancialmente los incentivos para la movilización de las mayorías. El fin de las ideologías omnicomprensivas conduce a la pura conveniencia de los grupos de interés (lobis).

Junts somete a su militancia el pacto de Govern sabiendo que, si vamos a la repetición electoral en julio, puede llegar a perder hasta cinco diputados, según el último traking de ERC. Puigdemont y Jordi Sànchez, una débil alianza de conveniencias mal entendidas, saben que podrán dar un golpe de timón en el último momento. Si Aragonès opta por formar un Govern sin JxCat se habrá roto la unidad de los dos grandes partidos indepes desde que Oriol Junqueras respaldó a Artur Mas, en la línea de salida del procés. Y si aquella unidad mostró muy pronto su endeblez, la actual ruptura está destinada a caer en el saco de las equivocaciones recurrentes.

Al fin y al cabo, ninguno de los dos partidos ancla sus análisis en la razón dialéctica. Tendrán programa, pero no airean concepciones del mundo similares, ni siquiera concomitantes. ERC y Junts son dos culturas políticas incapaces de anunciar en qué ámbitos internacionales quieren situar el sujeto de derecho del territorio que pretenden liberar. Hoy sabemos que Puigdemont vive un interregno antieuropeo y que su mano derecha, Sànchez, es un leninista anclado del derecho de autodeterminación de los pueblos. También sabemos que ERC es un partido de campo ilusionado con la caduca modernidad, como lo estuvieron hace un siglo los paseantes descritos por Benjamin en la ciudad de la luz.

Durante la última década, la ciudadanía catalana ha tenido, más allá de los momentos tumultuarios, un papel apenas intermitente; hoy, esta misma ciudadanía está secuestrada.