El bombazo de Piqué y su esposa, Shakira, con la empresa Kosmos, llevándose 24 millones del ala por organizar la Supercopa en Arabia Saudí, retumba por las Españas. No es lo mismo que las comisiones perversas de Luis Medina por las mascarillas en plena pandemia, porque una cosa es una cosa y otra cosa “es la otra”, como diría Juanito Cruz. Pero aquella final de Supercopa en el estadio misógino de Riad resultó una extravagancia, igual que lo será el Mundial de Catar, islote de persecución de los derechos humanos. La fiesta del Football bloody hell de la Semana de Pasión ha acabado de ¡puta madre! para el Madrid y ¡qué mierda! para el Barça, las dos caras de las que habla el gran Alex Ferguson, como recuerda Walter Oppenheimer desde Londres, después del empacho pascual de pelota.
En el campo de la política también reina el intraducible bloody hell. Tratar de separar al PP de Vox facilita las cosas al bloque de la derecha y deja al PSOE en la estacada. El ministro de la Presidencia, Félix Bolaños, debería entender porque el partido de Abascal se ha hecho con un baño de respetabilidad similar al que tiene Marine Le Pen en Francia, pero sin poner casi nada de su parte. Vox no es un alarido en el desierto, porque hablar es una forma de hacer. Los ultras quieren cosas concretas: derogar varios preceptos constitucionales
Los escenarios se han apartado de los conflictos de clase hacia el mundo de la identidad y la diferencia. La redistribución de la renta ha sido sustituida por las políticas del reconocimiento. Sánchez y Feijóo hablan de economía, pero piensan en alimentar la cultura de sus tribus. El frentismo entre los dos bloques ha encallado el debate porque no viajamos del disenso al consenso, sino que nos instalamos simplemente en lo primero. El poder ha abandonado temporalmente el campo de batalla; el sujeto político ya no es el respeto a los derechos de los ciudadanos, sino las experiencias morales de un bloque y del otro.
Andamos sobre un campo de minas propicio a los extremismos del nacionalismo: en Cataluña pervive la convicción del maltrato a la territorialidad presentando la mentira de un inocente soberanismo frente a un Estado autoritario, mientras en otros ambientes, la exaltación nacionalista española trata de proteger la respetabilidad de una patria metafísica, situada con descaro por encima de la división de poderes. Sobre ambas posiciones resuena ahora el bombazo israelí de Pegasus espiando a políticos catalanes y miembros de la sociedad civil, durante los años del procés, bajo un Gobierno de Mariano Rajoy. No olvidemos que espiar al contrincante político es un ataque imperdonable a la democracia liberal, aunque el espiado vulnere la ley, porque para eso ya están los tribunales.
La política tiene un carácter performativo como demostró Mario Draghi cuando en 2012 salvó el euro al decir que iba a tomar las “medidas necesarias” para apaciguar los mercados. Las palabras valen y los gestos muestran, como lo ha hecho Feijóo al no comparecer en la investidura de Mañueco, el presidente de Castilla y León.
En pleno laberinto ideológico, los negocios de Piqué salen ganadores del bloody hell: la pela es la pela. El central del Barça fue a por la ayuda del emérito en Abu Dabi, pero se encontró, por una vez, con el amable excusatio non petita del Borbón. Optó a cambio por externalizar el deporte rey en Arabia, cuna del mítico Faisal, sede planetaria de los hidrocarburos, horno de la contaminación, donde los cuerpos femeninos crujen debajo del hiyab y se cuecen dentro del chador persa o del burka afgano.