El 28 de abril de 1945, Benito Mussolini, en arte Il Duce, era ejecutado por un partisano llamado Urbano Lazzari, poniendo así el final a una etapa de relativa gloria personal y política. 77 años después, Giorgia Meloni, una rubia de bote fan de Mussolini, llega a presidenta de la república italiana, lo cual viene a darle la razón a ese dicho que asegura que el ser humano es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra (sobre todo, si es italiano, añado). Curiosamente, el triunfo de la neofascista Meloni en un país de la Unión Europea ha sido acogido, a excepción de las alharacas alarmistas de algunos extremistas de izquierda, con una mezcla de fatalismo y desinterés que ha rebajado rápidamente los lógicos temores que pudiera suscitar tal novedad, como si nuestros líderes de opinión mejor informados fuesen incapaces de tomarse en serio a la señora Meloni (ella tampoco ayuda con esas fotos que se hace en las que se cubre los senos con sendos melones) o a sus lamentables secuaces, Matteo Salvini, un exseparatista de la Lega, partido cuyo fundador, Umberto Bossi, se hundió por corrupto, aunque le dio tiempo a inventarse el lema Roma ladrona (claro precedente del Espanya ens roba de los nacionalistas catalanes), y Silvio Berlusconi, que estuvo al frente de Italia un montón de años y que insiste en no jubilarse, aunque cada día se parezca más a su propia estatua del Museo de Cera de Madame Tussaud.

Tengo la impresión de que nos tomamos más en serio a energúmenos como el húngaro Viktor Orbán que a estas tres patas para un banco que les han salido a los italianos. Nos tranquiliza saber que Meloni y Salvini se llevan fatal. Y hace años que nos hemos acostumbrado a la presencia corrupta y demagógica de Berlusconi, ese monumento andante al bótox. El lema Dios, patria y familia, que tanto le gusta a la señora Meloni, es una chorrada imposible de ser tomada en serio: ¿Dios? Lo más probable es que no exista. ¿Patria? Un capricho del azar. ¿Familia? A menudo, un espanto. Pura palabrería, en suma, para resumir las manías habituales de la extrema derecha: orden, disciplina, asco a los extranjeros…En cualquier caso, según los expertos, una palabrería difícil de llevar a la práctica: Italia depende del dinero que sale de Bruselas para tirar adelante y Meloni ya se ha bajado del burro anti europeo por la cuenta que le trae. Tampoco ha montado unas milicias que vayan por ahí en pantalón corto, desfilando a saltitos como los bersaglieri, apaleando comunistas (si es que queda alguno) y, en definitiva, haciendo el ridículo (el último que lo intentó fue, precisamente, Bossi, el inventor de un país imaginario, Padania, cuyas juventudes iban vestidas con camisas de color verde y daban más pena que otra cosa). A la manera de Marine Le Pen, doña Melones presenta una imagen firme, pero autodomesticada, para no dar miedo a nadie. Si se dejara ir, podría ser tremenda pero, siempre según los expertos politólogos europeos, no puede hacerlo, so pena de arrastrar a su querido país a la ruina. Por otra parte, en la política italiana se cumple a rajatabla lo de que no hay mal que 100 años dure, dado que los gobiernos suelen explotar al cabo de un año y medio. O sea que, aparentemente, no tenemos nada que temer de esta extravagancia a cargo de un pueblo que ha votado a los tres tenores, entre otras cosas, porque la izquierda desunida no ha sabido seducirle y porque en tiempos de crisis, la figura del gobernante con redaños y sin complejos siempre acaba llamando la atención de la gente simple que tiene la impresión de que los políticos habituales no sirven para nada (una impresión, todo hay que decirlo, que a veces coincide con la realidad).

A diferencia del nazismo, que era de una seriedad siniestra, el fascismo italiano siempre tuvo un notable componente ridículo, empezando por su fundador, Benito Mussolini (le tocaba llamarse Benedetto, pero su padre era fan de Benito Juárez), un señor bajito (un metro sesenta y nueve, apenas catorce centímetros más que El Fary) que proyectaba el mentón hacia arriba para parecer más alto. Sus himnos y canciones fueron siempre unas coplillas grotescas (no me van a comparar Fasceta nera con Yo tenía un camarada), sus campañas militares un desastre y su participación en la Guerra Civil española, lamentable, dado el escaso ardor guerrero de los soldados, más inclinados a dormir con bigotera, tocar la guitarra y tratar de seducir a las españolas con su palabrería que a lo de jugarse el pellejo por un país que se la soplaba aún más que el suyo. Es por eso por lo que creo que no cabe ahora recurrir a la vieja sentencia de Marx sobre la tragedia que se repite como farsa, ya que, al fascismo, pese a su innegable capacidad destructora, se le escapaba la risa, cosa comprensible en el único país del mundo que es capaz de iniciar una guerra mundial en un bando y acabarla en el otro, justo a tiempo para beneficiarse del plan Marshall.

No son solo los politólogos bien informados los que se toman a pitorreo a los tres payasos que van a dirigir Italia durante los próximos meses (dudo que años). Más que nada porque una fascista que se respete no se retrata con unos melones en las tetas, nadie se fía de un tipo que hace dos días quería la independencia de su región y ahora va de gran estadista nacional y la momia de Berlusconi solo evoca imágenes de mafiosos, furcias y mamachichos. Mussolini patentó la expresión Me ne frego para pasarse por el arco de triunfo todo lo que despreciaba. Tengo la impresión de que el pueblo italiano prácticamente en pleno ha hecho suyo lo de Me ne frego a la hora de ir a votar, y así han salido elegidos estos tres fenómenos que no consiguen ni dar miedo, solo una mezcla de grima, risa y tristeza moral.

A ver lo que duran en el poder. Entre la tirria existente entre Meloni y Salvini y las previsibles trapisondas festivo-financieras de Il Cavaliere, estoy convencido de que lo enviarán todo a hacer puñetas en menos de un año. Y si duran más, pues miren, yo me ne frego.