Como todo el mundo sabe, las relaciones internacionales no se basan en el amor fraterno, sino en el interés económico. Por eso Occidente hace negocios con --entre otras perlas del mapamundi-- Arabia Saudí, una monarquía tiránica y teocrática cuyo petróleo necesitamos y que se interesa por las armas que fabricamos: Estados Unidos le vende armamento a cascoporro y los demás hacemos lo que podemos; España le endilga unas corbetas para que se enteren en Yemen de lo que vale un peine saudí o le enjareta un AVE a La Meca.

Se trata de sangrar al moro como se pueda mientras nos suministra ese petróleo que tanto necesitamos. Desde el punto de vista español, la cosa no puede ser más práctica: si no le vendemos nosotros las corbetas, se las venderá otro, por lo que más vale hacerse rápidamente con los monises (si nos ponemos exquisitos, quebrará el astillero que las fabrica, se nos echarán a la calle los cesantes y habrá que enviar a los antidisturbios a zurrarles la badana, con lo mal que queda eso luego en televisión). Desde el punto de vista estadounidense, sobre todo desde que manda Trump, la posibilidad de hacerse el progre y el exquisito ni se plantea: a ver si con la venta masiva de armas a esos animales conseguimos equilibrar la balanza comercial.

Todos sabemos que Arabia Saudí es un régimen repugnante que financia al ISIS y nos llena las ciudades de clérigos que promueven la guerra santa en las mezquitas occidentales. Pero miramos hacia otro lado porque necesitamos el petróleo y venderle armas y trenes, entre otras cosas. Eso sí, se supone que ese principio hipócrita debe ser seguido por ambas partes. No puede ser que nosotros miremos hacia otro lado con lo del ISIS y que ellos agarren a un periodista crítico con el régimen saudí en un consulado en Turquía, lo interroguen, lo torturen, lo asesinen y lo descuarticen. Para que esa relación basada en el interés funcione hay unas reglas y unos protocolos que nadie se puede pasar por el níspero. Por el bien de la farsa económica hay que cortarse un poco, algo a lo que no parece muy propenso el heredero saudí, Mohamed bin Salman, cuya mano se adivina tras la desaparición del pobre Jamal Khashoggi, colaborador de The Washington Post, el diario desde el que se cargaron a Nixon los jóvenes Woodward y Bernstein.

Occidente no tiene ningunas ganas de interrumpir las relaciones comerciales con Arabia Saudí. En el fondo, el pobre Khashoggi le importa un rábano a nuestros gobernantes, que lo consideran un engorro más que cualquier otra cosa. Si el mundo se rigiese por la ética y la moral, Arabia Saudí sería un estado paria y susceptible de ser bombardeado, pero como las cosas no funcionan así, nos conformamos con un chivo expiatorio. Los saudíes han intentado quedar bien cesando a algunos funcionarios menores, pero no ha colado. Para mantener las apariencias morales de Occidente, hace falta alguien de más peso. Y no hace falta inventárselo, como en la URSS de Stalin, porque es el príncipe heredero de la satrapía petrolera. Si su augusto padre, medio jubilado, quiere que continúe la farsa con la eficacia de siempre, va a tener que sacrificar al chavalote, que parece ser de la misma cuerda que el primogénito de Sadam Hussein o el inefable Teodorín Obiang. Y tranquilo, ¡oh, sabio y carismático jeque!, que ahí se acaba la cosa, pues no es el ánimo de Occidente interferir en las prácticas de su birria de país, sino salvar la cara ante la opinión pública. Nos basta con que recluya al animal de su hijo en una pseudocárcel donde viva como Alá y pueda organizar fiestas a base de putas y cocaína. A fin de cuentas, su petróleo nos viene muy bien. ¿No necesitará vuecencia más corbetitas u otro AVE?