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Felipe VI

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Manicomio global

Del Rey abajo, ninguno

"Hemos llegado a esa extraña situación en la que los únicos que prestan atención al discurso del rey son los republicanos y los separatistas, quienes, por definición, deberían estar a esas horas conspirando para derrocar al régimen y quemando banderas españolas"

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Que el rey de turno se dirija a sus súbditos es una tradición española que, de hecho, empezó con el Generalísimo Franco, quien, por motivos que no se me alcanzan, nos daba la chapa cada fin de año desde nuestros televisores en blanco y negro.

Recuerdo su excelente uso de los eufemismos, como cuando hablaba del “estudiantado inquieto” para banalizar las protestas universitarias contra su régimen (humorísticamente bautizado como “democracia inorgánica”, en oposición a la “orgánica”, de la que disfrutaban los países de nuestro entorno), o del “noble pueblo vasco” para ocultar la triste realidad de que ahí abundaban los simpatizantes de los alegres muchachos del verduguillo, el bombazo y el tiro en la nuca.

Luego llegó Juan Carlos I y siguió con la costumbre iniciada por su antecesor, brillando también en el uso de eufemismos y en un desacomplejado optimismo que no solía justificarse con la realidad. Creo recordar que al principio nos tragábamos todos el discurso, aunque solo consistiera en una sucesión de banalidades, beatitudes y buenas intenciones en general. Con el paso del tiempo, solo los monárquicos seguían zampándose todo el discurso, que, poco a poco, se fue convirtiendo en objeto de estudio para la extrema izquierda y los separatistas, a los que siempre les parecía muy mal el monólogo borbónico.

Ahí seguimos, aunque el rey de antes solo sea ahora un triste Emérito que se muere de nostalgia en Abu Dabi y sea su hijo el encargado de soltarnos las bienaventuranzas de rigor, a las que casi nadie presta atención, a excepción, claro está, de los que anhelan una república española o sueñan (que sueñen, angélicos míos) con una república catalana o vasca.

Tras el reciente discurso navideño de Felipe VI (esta vez, de pie en mitad de un salón enorme, el decorado ideal para hablar de los problemas del acceso a la vivienda y el sinhogarismo), Podemos y Sumar han vuelto a echar espuma por la boca.

Y el inefable Jordi Turull ha dicho que le ha parecido surrealista, mientras tildaba a su majestad de sujeto “violento que mandó aporrear a la democrática ciudadanía catalana que solo pretendía votar en un referéndum”. ¿Hay algo más bonito que votar? Puede que no, pero se agradece que las consultas populares sean legales, lo que no era el caso con el referéndum independentista de hace unos años.

Turull aún se acuerda del discurso de octubre de 2017, cuando el rey se manifestó en contra de la independencia de Cataluña. ¿Pero qué esperaba del rey de España? Sorprenderse de que el monarca defienda la unidad nacional es como pasmarse porque el Papa sobreactúa de católico.

En fin, que así hemos llegado a esa extraña situación en la que los únicos que prestan atención al discurso del rey son los republicanos y los separatistas, quienes, por definición, deberían estar a esas horas conspirando para derrocar al régimen y quemando banderas españolas.

Para los demás, el discursito real solo es una tradición más que, lamentablemente, ha creado escuela, como demuestra el hecho de que todos los presidentillos autonómicos se crean en la obligación de dar la tabarra a sus respectivos administrados desde su respectiva televisión regional.

A este paso, pronto nos darán la chapa los alcaldes. Y, por circuito cerrado, los presidentes de las comunidades de vecinos. Si esto sigue así, no descarto asomarme al balcón con un megáfono y dirigirme a los pobres desgraciados que pasen por mi calle en esos momentos.

¿No habíamos quedado en que, del rey abajo, ninguno? Si habla el máximo representante del estado, ¿qué falta hace que aquí se ponga a largar hasta el Tato?