Me pasé toda la infancia y adolescencia escuchando a mi padre hablar maravillas de Franco. Cuando palmó (Franco, no mi progenitor), las fuerzas de una izquierda en la que yo aún creía me siguieron dando la chapa con el Caudillo, pero en sentido contrario a mi padre: ese dictador tenebroso, ese carnicero, ese ser abyecto…En mi inocencia, yo confiaba en que la democracia sirviera, aparte de para convertirnos, más o menos, en un país normal, para perder de vista a Franco, para olvidarme de él y su maldita manía de prohibir cosas (libros, comics, películas), que es lo que más me afectó de la dictadura, o de la dictablanda, que es lo que me tocó por cuestiones de edad. Huelga decir que no lo conseguí.
En casa (y en las posteriores visitas) mi padre seguía alabando a Franco, y si se le ponían peros a sus alabanzas, se pillaba unos rebotes del quince y me trataba como si, en vez de ser su hijo, fuese Santiago Carrillo con peluca (en parte, tal vez, a las greñas que yo lucía por aquel entonces). Y fuera de casa, la izquierda me seguía dando la tabarra con las maldades del Caudillo, de las que no me cabía la menor duda, pero ya me las sabía de memoria.
Menos mal que, cuando empecé a escribir en la prensa, opté por la alternativa (Star, Disco Exprés, revistas de comics), un remanso de paz en el que se convivía con gente como uno, perteneciente al sector juvenil del Sex and drugs and rock&roll, como decía Ian Dury. Una pandilla de insensatos que había dado por muerto a Franco años antes de que la diñara e iba a su bola, leyendo libros, viendo películas y escuchando música pop. ¡Benditos comienzos profesionales en los que nadie dedicaba ni un minuto a hablar del pelmazo del Caudillo! Teníamos otras cosas que hacer (aparte del Sex and drugs and rock&roll), como pensar en la ciudad y el país que queríamos, mirar al futuro en vez de al pasado, vivir como seres libres sin ataduras con el ayer…
Cosas, en fin, que nos garantizaban el trato displicente de nuestros mayores más politizados, que nos consideraban unos frívolos con los que no se podía contar para nada (con el tiempo, todos se colocaron muy bien en la sociedad democrática, sobre todo los de Bandera Roja, y se convirtieron en personajes de los comics de Lauzier, convencidos de ser parte de la solución, aunque se hubiesen convertido en parte del problema).
A Pedro Sánchez le debemos (entre otras desgracias) la resurrección de Franco, sin el que no parece vivir a gusto, como si compartiera la tesis del difunto Manuel Vázquez Montalbán según la cual, contra Franco vivíamos mejor (tesis a la que también se apuntan Irene Montero, Ione Belarra y demás luminarias de la mal llamada nueva izquierda). El Caudillo se tiró años latente, pero ahora, gracias a la pandilla de majaderos en que ha derivado la izquierda española, está mejor que nunca.
Durante unos benditos años, hasta a la derecha le daba vergüenza citar positivamente a Franco, y la izquierda se limitaba a arrearle un capón de pasada de vez en cuando, pero sin hacerle protagonista de nada. Las cosas empezaron a cambiar con Rodríguez Zapatero, un hombre dispuesto, al parecer, a ganar la guerra que había perdido uno de sus abuelos (el otro la ganó, motivo por el que no había que citarlo jamás) y a dividir de nuevo a los españoles entre progresistas y reaccionarios, entre buenos y malos. Esa iniciativa llegó a su paroxismo con Pedro Sánchez y la aparición de Pablo Iglesias.
Es como si no supieran qué hacer sin el infame difunto. ¿Qué una sentencia a su fiscal general no les gusta?: Franco se infiltró en el jurado. Y es que, aunque algunos no nos demos cuenta, Franco está por todas partes en la España contemporánea, pues tiene el don (¿fascista?) de la ubicuidad. Y hasta envenena las mentes de nuestros adolescentes, que, al parecer, lo reivindican sin tasa, aunque nunca supieron en qué consistía su régimen.
No se dan cuenta de que, a base de magrear el fiambre, han acabado haciéndolo atractivo para unos miles de jovenzuelos desinformados que lo único que ven es que la democracia que se les expende deja mucho que desear y les ofrece un futuro de mierda en el que nunca podrán permitirse ni alquilar un apartamento para ellos solos.
Tengo la teoría de que si España no progresa adecuadamente es a causa de nuestra ancestral costumbre de mirar al pasado en vez de al futuro. De un gobierno realmente progresista, uno esperaría visiones proactivas del mañana, no cuentos de un abuelo cascarrabias. Que sí, que la dictadura fue un asco, ya lo sabemos, pero, ¿no podríamos archivar el temita de una puñetera vez y consagrarnos al hoy y al mañana?
Todo parece indicar que, con estas fuerzas del progresismo que sufrimos, no.
