José Bretón le arruinó la vida a su mujer por el expeditivo método de asesinar a sus dos hijos en común, dos niños de corta edad. Como es natural, acabó en presidio. Pero desde allí se las apañó para hablar por persona interpuesta gracias al escritor Luisgé Martín, quien le dedicó su libro El odio, que Anagrama decidió no distribuir tras escuchar las quejas de la mujer del monstruo, quien, lógicamente, sentía que el librito de Martín, con el que no llegó a hablar jamás por decisión de éste (que luego lamentó), le haría revivir el dolor causado por la muerte de sus hijos.

Tuvo lugar entonces una incruenta batalla entre los que estaban a favor de la retirada de El odio y los que, amparándose en la sacrosanta libertad de expresión, consideraban la actitud de Anagrama una muestra de autocensura. No voy a entrar en esta discusión, pero encuentro chocante que los derechos de un asesino a expresarse, aunque sea a través de la prosa de Martín -un hombre que reconoció frívolamente que “tenía ganas de marcarme un Capote o un Carrere" en relación a sus respectivos textos, A sangre fría y El adversario-, valgan lo mismo que los de una persona decente.

Lo mismo puede decirse acerca de Rosa Peral, la femme fatale de barriada del célebre caso de la Guardia Urbana, en el que Peral y un amante suyo se cargaron a otro poli e intentaron echarle el muerto al marido de ella; y de Ángeles Molina, alias Angie (nada que ver con la actriz), que asesinó a una supuesta amiga (a la que también) desvalijó recurriendo a una complicada engañifa para que no sospecharan de ella. Las dos están en el trullo. Angie, incluso, planeó desde allí otro asesinato que, afortunadamente, no llegó a materializarse.

Estas dos mujeres eran una mina para los aficionados al true crime, así que Netflix produjo una miniserie de ficción para Rosa y una documental sobre Angie. Huelga decir que ambas se indignaron con el modo en que aparecían en pantalla, pues atentaba contra su dignidad (¿qué dignidad? Lo ignoro). La serie sobre Rosa se emitió y ella aprovechó para querellarse contra Netflix y reclamar una cantidad desquiciada de dinero como compensación. La de Angie no ha llegado a emitirse porque un juez ha atendido a las demandas de la asesina y ha parado la emisión, prevista para estos días. Supongo que Angie acabará cediendo a cambio de una pasta, pues en el talego también hay gastos. Como no podía ser de otra manera, Rosa y Angie se conocieron y se cayeron bien.

Sé que estamos en un país garantista y que, teóricamente, todos somos iguales ante la ley, pero… ¿es necesario atender las peticiones de indeseables que se han ganado a pulso ser excluidas de la sociedad? Yo diría que no. Sí, todos debemos tener los mismos derechos, pero hay que ganárselos, y las acciones de estas dos alhajas deberían obligarlas a adoptar un perfil bajo y aguantarse si no les gusta la manera en que aparecen retratadas en ficciones y documentales basados en sus andanzas criminales.

Creo que una cosa es que a los herederos de Scott Fitzgerald no les guste la manera en que lo presentaba Ernest Hemingway en París era una fiesta y otra muy distinta es que dos asesinas se quejen de cómo aparecen en sendos productos de una plataforma de streaming. Para protestar por el modo en que se te retrata es indispensable, diría yo, no haberse cargado a nadie, una actividad que te arrebata ipso facto (o debería hacerlo) el derecho a enmendarle la plana a alguien mientras, además, intentas sacarle los cuartos.

Líbreme Dios de decirles a los jueces lo que tienen que hacer, pero si a mí me hubiera tocado atender a las demandas de Rosa y de Angie, creo que, poniendo mi mejor voz de Fernando Fernán Gómez, les habría espetado: ¡Váyanse a la mierda, señoras!