Menudo rebote se ha pillado Nicolás Maduro, el autobusero de Caracas reciclado en presidente de Venezuela a base de hacerle la pelota a Hugo Chávez durante años y con notable contumacia, con España, país cuyo Congreso votó recientemente por reconocer al exiliado en Madrid Edmundo González como auténtico ganador de las últimas elecciones celebradas en su país. El tiranuelo está que trina con nosotros y ha llamado a consultas al embajador español en Venezuela mientras retiraba al suyo de la capital de España. Y ha puesto a sus oompah loompahs a denigrarnos a conciencia, brillando especialmente en la labor el presidente de la Asamblea Nacional (un calvo vehemente que ya medraba con Chávez y que ha heredado de él ese tono entre imperioso y delirante que se gastaba el milico cuando decía: “¡Exprópiese!”), aunque velozmente secundado por Diosdado Cabello, ministro de Relaciones Internas (o sea, elegir a los receptores de los garrotazos oficiales), Justicia (y cómo esquivarla) y Paz (la de los camposantos, a ser posible). Me gustaría saber si ha dicho algo Elvis Amoroso, presidente del Consejo Nacional Electoral (o sea, el que amaña las votaciones en favor de su jefe y no enseña las actas de las últimas ni que lo maten), más que nada porque me fascina su nombre, que supera en glamur al que hasta ahora era mi favorito, el del actor colombiano Lincoln Palomeque. ¡Manifiéstate, Elvis!
En España, mientras tanto, damos una de cal y otra de arena. Margarita Robles dice que la Venezuela de Maduro es una dictadura. Albares no se pronuncia al respecto y asegura que él solo aspira a mantener buenas relaciones con un país hermano. Rodríguez Zapatero, extraño mediador internacional que se trata con Maduro, pero le da esquinazo a la oposición, no dice ni pío, y hasta Juan Carlos Monedero, notorio hooligan bolivariano al que vimos recientemente en un mitin del autobusero bailando, dando palmas y luciendo una camiseta con el careto (¡y vaya careto!) de ese señor que dice que ha ganado unas elecciones, pero sin ofrecer prueba alguna de ello, lleva días callado como un muerto (nos hemos tenido que conformar con unas declaraciones de una lumbrera de Podemos en las que venía a decir que menos meterse con Maduro y más con Macron, que ha puesto al facha de Michel Barnier de primer ministro). Pedro Sánchez, por su parte, acepta una visita de cortesía de González a la Moncloa, pero se resiste a reconocerle como el ganador de las recientes elecciones venezolanas, con la prisa que se dio en reconocer al Estado palestino (aunque tal vez sea mejor así y lo más razonable consista en esperar a que todos los miembros de la Unión Europea se pongan de acuerdo para dar ese paso; y a ver qué hace entonces el vociferante señor Rodríguez: ¿cortar relaciones con todo el sector democrático de nuestro querido continente?).
Aparentemente ajeno a estas minucias, Maduro se ocupa de cosas realmente importantes, como decidir que la Navidad empezará el 1 de octubre (como si quisiera darle una lección al alcalde de Vigo, ese señor que empieza a colgar las iluminaciones navideñas en agosto), o insistir en que ganó las elecciones por la gracia de Dios, de Bolívar o de sí mismo. ¿Alguna prueba? Ninguna, por supuesto. A Maduro hay que creerle por fe. La oposición ha mostrado unas actas que dan como ganador al exiliado González, así que al autobusero bolivariano le bastaría enseñar unas en las que quedara bien claro que el pueblo venezolano lo prefirió a él, pero esas actas no aparecen por ninguna parte, lo cual refuerza la sensación de tongo que tenemos todos (menos Zapatero y Monedero).
Los aspavientos del señor Rodríguez demuestran que a la dictadura venezolana le sienta muy mal que le digan que es una dictadura. De ahí los insultos y los berrinches de Maduro y Cabello (sigo a la espera de los de Elvis Amoroso). Lo que habría que hacer a partir de ahora, en mi modesta opinión, sería intentar convencer a los países europeos para que secunden la moción española (aunque más vale no enviar de emisario a Rodríguez Zapatero que, si no está a sueldo de Maduro, lo parece). Y luego hacer lo propio con Estados Unidos, hasta que el régimen venezolano no sea reconocido por nadie y Maduro tenga que irse a su casa o al carajo (lo que le parezca mejor).
Se habla mucho del enriquecimiento personal del autobusero, y hasta de sus posibles relaciones con el narcotráfico. Pero, para mí, hay una posibilidad aún más aterradora: la de que se crea sus propias patrañas y se considere una bendición para su pueblo. Una bendición francamente curiosa, pues no hay que olvidar que este sujeto ha puesto en fuga a ocho millones de compatriotas, instalados ahora mayormente en España y Estados Unidos. No sé qué pensarán ustedes, pero a mí, un gobernante al que se le escapan ocho millones de seres humanos no me resulta de mucho fiar. Eso sí, los que aún siguen en Venezuela, que sepan que ya pueden ir sacando el turrón, mientras que en la pérfida y colonialista España no lo cataremos hasta diciembre.