Se han cumplido 10 años de la coronación de Felipe VI y el pueblo español ha reaccionado, como corresponde, con esa mezcla de desinterés y respeto que tan bien nos sale.
Los profesionales de la república han montado alguna manifestación (sin excesiva parroquia), han agitado sus banderas tricolores y se han vuelto a casa, que ya era hora de cenar. Los partidos de izquierdas se han abstenido de grandes alharacas monárquicas (también como corresponde), el Gobierno socialista neoliberal (¡prodigioso oxímoron!) de Pedro Sánchez se ha hecho un poco el sueco, los monárquicos que quedan se han llevado una alegría y el español medio, o esa es mi impresión, se ha tomado los fastos del décimo aniversario sin entusiasmo, pero también sin hostilidad. Tal como está el patio político en nuestro país, se impone la célebre jaculatoria Jesusito, Jesusito, que me quede como estoy.
O esa es, en cualquier caso, mi percepción personal del asunto. Sin ser monárquico, no sé en qué beneficiaría a España convertirse en una república (sobre todo, observando a los fenómenos de feria que aspiran a presidirla). Sí, ya sé que la monarquía es un anacronismo, pero mientras el Rey se comporte y él y su ebúrnea familia no nos cuesten un ojo de la cara, no veo obstáculos para seguir con la tradición y esperar tranquilamente a la coronación de la (posible) reina Leonor. Agnóstico en lo religioso, lo soy también en cuanto al sistema de gobierno, mientras sea democrático.
En ese sentido, no creo que la república sea moralmente superior a la monarquía parlamentaria (que, en principio, no tiene nada que ver con satrapías como la marroquí ni tampoco con dictaduras disfrazadas de república democrática como Rusia o Corea del Norte; y en España, si alguien emite ciertas señales totalitarias, camufladas de progresismo, es el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, con su obsesión por cuadrar a jueces y periodistas que no le bailan el agua).
En cuanto a Felipe VI, reconozco que me cae bien y que ha hecho lo que ha podido para salvar la institución, que su augusto padre le entregó hecha unos zorros por culpa de sus tendencias a la cleptomanía recreativa y a la lujuria desatada y desfachatada. A diferencia de su progenitor, Felipe VI parece plenamente consciente de que lo suyo no es un chollo eterno e inamovible, sino que, como buen anacronismo, necesita ser trabajado a diario para no agotar la paciencia del populacho. Por eso se ha comportado siempre con una seriedad impropia de un borbón y se ha tirado 10 años sin decir una palabra más alta que otra (salvo cuando hubo que poner en su sitio a los golpistas catalanes el 3 de octubre de 2017 con un discurso impecable que hizo rasgarse las vestiduras al lazismo, como si sus integrantes se sintieran ofendidos porque el rey de España insistiera en la unidad de España).
Esa seriedad incluía mantener una prudente distancia con Juan Carlos I, desterrado al mundo árabe más marbellí que teníamos a mano, alejarse de sus hermanas y, sobre todo, del marido robaperas de la menor, educar a las niñas como si la monarquía española fuese tan eterna como la británica y, en suma, adoptar un perfil bajo que garantizara la supervivencia del anacronismo que le alimenta. Y yo diría que en estos últimos 10 años ha hecho lo que ha podido para solucionar (o, por lo menos, tunear) el desastre que le legó su señor padre (con la inestimable ayuda de Sumar, Podemos y demás representantes de lo que ahora se entiende por izquierda en nuestro sufrido país).
Puede que Juan Carlos I estuviese convencido de que podía hacer lo que le saliera de sus reales gónadas, pero su hijo es plenamente consciente de que el mundo de los royals ya no funciona así y hay que deshacerse de los que molestan (véase el trato aplicado al príncipe Andrew en Inglaterra por su amistad con el menorero neoyorquino Jeffrey Epstein o el que recibe a diario el díscolo Harry).
Pese a las cíclicas jeremiadas republicanas de la seudo extrema izquierda, no me parece que España sea un país especialmente antimonárquico. Aunque no lo parezca, la mayoría de los españoles somos gente práctica que comprende, aunque no sepa inglés, la expresión anglosajona: Why mend it if it's not broken? (¿Para qué arreglarlo si no está roto?). No tengo la impresión de que la monarquía española esté rota. Digamos que sufrió cierto deterioro por la actitud intempestiva, rijosa y pesetera del anterior Rey y que el actual hace lo que puede para proceder a las necesarias reparaciones (entre otros motivos, porque se juega su futuro y el de sus hijas).
En cuanto al ingrediente anacrónico, no es el único que se registra en el sistema político español. ¿Acaso Podemos, Sumar y Vox no viven en los años treinta del pasado siglo sin que nadie se lo eche en cara? Entre los políticos que sufrimos y la disgregación permanentemente impulsada desde ciertos rincones del territorio nacional, una figura institucional que represente la unidad de la patria no me parece en absoluto prescindible (sobre todo, insisto, si se porta bien y no nos cuesta un ojo de la cara). Así pues, tal como está el patio, anímense (tampoco se vengan muy arriba) y griten conmigo lo de Viva el Rey. Y, además, no olvidemos que, en España, las repúblicas siempre han acabado como el rosario de la aurora, así que más vale prevenir que curar.