El tiempo vuela y ya hace 10 años que el entonces príncipe de Asturias, Felipe de Borbón, asumió el trono tras la abdicación de Juan Carlos I, desprestigiado por múltiples escándalos personales y familiares que hundieron una popularidad enorme ganada durante la Transición.
En 2014, la Corona estaba contra las cuerdas y se enfrentaba a dos grandes amenazas. Por un lado, el republicanismo de Podemos, que iba a disputar al PSOE la hegemonía en la izquierda, y que incluso pareció al año siguiente capaz de ganar las elecciones. Y, por otro, la crisis territorial en Cataluña, con una consulta soberanista organizada por el Govern de Artur Mas para noviembre de ese mismo año, y la exigencia de un proceso autodeterminación que los morados de Pablo Iglesias también apoyaban.
En las elecciones de diciembre de 2015, el bipartidismo que desde 1977 había dominado el Congreso se hundió en favor de Podemos y Ciudadanos. La falta de una mayoría parlamentaria forzó la repetición electoral, en junio de 2016, que dio más alas a la izquierda populista que a punto estuvo de arrebatar a los socialistas la segunda posición.
Mariano Rajoy volvió finalmente a ser investido gracias a la abstención traumática del PSOE, previa decapitación de Pedro Sánchez en un convulso Comité Federal que dio lugar a un proceso de primarias que, a la postre, desautorizó a la vieja guardia socialista y creó el sanchismo. No hay que olvidar que la debilidad de los dos grandes partidos era enorme en un momento en que todavía se notaban los ecos de la crisis socioeconómica de 2008 que había hecho temblar al euro. Y, mientras tanto, el procés iba consumiendo etapas hasta llegar a los plenos del Parlament del 6 y 7 de septiembre de 2017 y la convocatoria del referéndum unilateral del 1 de octubre.
Pese a que Rajoy había afirmado repetidamente que no se produciría ninguna votación ilegal, lo cierto es que ese día hubo urnas, colegios y papeletas, y que la innecesaria actuación de la policía regaló unas imágenes de “represión” que jugaron a favor de los intereses del separatismo tanto dentro como fuera de España. Tras ese fiasco, el Gobierno español enmudeció y fue incapaz de reaccionar. Por un momento pareció que podía crearse en Cataluña una dualidad de poderes si el Govern presidido por Carles Puigdemont se decidía a llevar a cabo aquello que había prometido: la proclamación inmediata de los resultados del referéndum, la declaración de independencia y la ocupación del territorio.
El 3 de octubre de 2017 supuso un antes y un después. Por la mañana, el “paro de país”, organizado por la Administración de la Generalitat y el entramado social y político del independentismo, pareció que podía inclinar la correlación de fuerzas a favor de la secesión. Pero, por la noche, todo cambió. En un contundente discurso televisivo, Felipe VI llamó a todos los poderes del Estado a poner fin a la intentona secesionista, dio garantías a los españoles de que el orden constitucional no se rompería, y tranquilizó a muchísimos catalanes que se sentían huérfanos y temían que lo peor era posible.
A menudo, se afirma que Felipe VI tuvo poca sensibilidad con Cataluña, que debería haber mediado, que tomó partido, que su discurso fue muy duro, etcétera. Pues no, el Rey hizo lo que debía: defender el orden constitucional y denunciar la deslealtad de los políticos de la Generalitat. Pero también se dirigió específicamente a los catalanes no independentistas, a la mayoría, y nos prometió que no íbamos a sentirnos solos, desamparados o abandonados. La reacción constitucionalista en las calles el 8 de octubre no se hubiera producido con la fuerza que tuvo sin el discurso del monarca. Y por ello muchos le estaremos siempre agradecidos. Pasará a la historia como el hecho más importante de su primera década como jefe de Estado.
Posteriormente, Felipe VI ha llevado una política de gestos en Cataluña perseverante e inteligente. Se ha esforzado particularmente por ser también el Rey de los catalanes. Durante los años siguientes casi no podía venir sin que hubiera actos de protesta, y tanto la entonces alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, como los sucesivos presidentes de la Generalitat, Quim Torra y Pere Aragonès, le negaron el saludo. Hoy la situación prácticamente se ha normalizado, aunque persiste el desaire en Girona. El Rey viaja a Cataluña sin mayores problemas para asistir a todo tipo de encuentros, sobre todo económicos, y Jaume Collboni lo primero que hizo como alcalde fue reunirse en audiencia oficial con el jefe de Estado. Aunque la investidura de Salvador Illa sigue en el aire, nadie duda de que llegado el caso también lo hará.
El mérito de Felipe VI es haber superado la crisis de legitimidad que sufría la Corona en 2014, haber demostrado valentía ante la mayor crisis de la democracia española en 2017, haber dado a la princesa Leonor la formación adecuada, incluyendo el dominio del catalán, siendo la joven heredera un gran activo popular, y no haberse apartado nunca ni un milímetro de sus funciones constitucionales pese a muchos desprecios, incluso por parte de algún ministro, o frente a una ley tan incómoda para él de firmar como la amnistía. El Rey tiene todavía bastantes años por delante como jefe de Estado, pero es posible que lo más difícil de su reinado haya quedado atrás.