Cada día me pasma más la habilidad de mis compatriotas para tomar partido en situaciones cuanto menos complicadas (o tirando a confusas) que, además, no les afectan demasiado en lo cotidiano. Es como si hubiera un afán de trascendencia en todos nosotros que se sacia opinando y eligiendo bando. Hasta ahora, yo pensaba que eso era una especialidad de los franceses, maestros en el arte de llevar cualquier conversación sobre lo que sea al momento inevitable de tomar partido: Je suis pour o Je suis contre. Y si tú no estás ni a favor ni en contra de lo que sea (porque te faltan conocimientos al respecto o porque, directamente, el asunto te la sopla), todos te miran como si fueras un indocumentado, un frívolo o, sobre todo, un pusilánime que no merece su confianza. Suele pasarme en verano, cuando visito a unos viejos amigos que tienen su segunda residencia en el sur del país y me veo inmerso en cenas de esas en las que, ante cualquier tema, todo el mundo está pour o está contre mientras yo solo consigo pensar en qué habrá de postre.

La especificidad francesa ha cruzado la frontera hace ya cierto tiempo. Lo pudimos comprobar no hace mucho, cuando la opinión pública, a raíz de la invasión rusa de Ucrania, se dividió entre fans de Vladímir Putin y forofos de Volodímir Zelenski, pero ese tema ya se ha quedado viejo porque todos tenemos una memoria de pez y ahora la toma de partido se da entre Israel y Palestina desde que Hamás consideró que era una buena idea bombardear al vecino, ametrallar a los asistentes a una rave y, ya puestos, decapitar a unos cuantos bebés judíos. La respuesta israelí fue, como todos sabemos, brutal y desproporcionada. Y acabaron pringando los mismos de siempre, que en este caso son los israelíes y palestinos que solo aspiran a vivir en santa paz (yo considero a cada uno de ellos, puestos a seguir haciendo el franchute, mon ami, mon semblable, mon frere).

Aquí, mientras tanto, ya habíamos elegido al culpable de la situación, que para la derecha son los fanáticos de Hamás (y los palestinos en general) y para la izquierda más radical el Estado genocida de Israel. La derechona se olvida voluntariamente de que Israel está en manos de un político corrupto al que le toca sobreactuar porque si deja de ser presidente lo empapelan en los juzgados por corrupto y la NII (Nueva Izquierda Imbécil) confunde, también voluntariamente, a una organización terrorista con un (proyecto de) país boicoteado por el vecino desde 1948 y decide que los nuevos parias de la tierra son los palestinos. Como suele suceder entre nosotros, el conflicto entre Israel y Hamás (como antes el de Rusia y Ucrania) acaba siendo la excusa para tirarnos los trastos por la cabeza, en la calle y en el Parlamento, y tildarnos respectivamente de rojos y fachas.

Detestado igualmente por la derechona y por la NII, el pobre Josep Borrell (a mí siempre me ha caído bien, lo reconozco) salió a decir que Israel tiene derecho a defenderse, pero no a desintegrar lo poco que queda de Palestina tras la continua expansión sionista de esos violentos colonos con kipa y metralleta que, si los dejaran, matarían a todo lo que se moviera. Evidentemente, nadie le hizo el menor caso porque lo suyo sonaba a tibieza, a equidistancia, tanto para los progresistas como para la gente de orden. A los primeros les encanta lo que podríamos denominar hacerse el palestino, y los segundos gustan de hacer méritos sionistas para que no los relacionen con el Caudillo y sus célebres conjuras judeo-masónicas.

Se imponen las manifestaciones y las declaraciones rimbombantes (de momento, gana por goleada la NII gracias a las salidas de pata de banco de Ione Belarra y demás lumbreras de Podemos). Pero el objetivo principal se ha cumplido: convertir un complicado conflicto internacional en una nueva oportunidad para practicar el cainismo, que es algo que, a los españoles, al parecer, nos pone mucho (el tema de hoy es si la destrucción del hospital de Gaza en el que perdieron la vida más de 500 personas fue cosa de Israel o de Hamás; el de mañana, ya veremos).

En el momento de la diplomacia, los políticos españoles se dedican a insultarse por los motivos de siempre, frecuentemente guerracivilistas, convenientemente disfrazados de búsqueda de la justicia a escala internacional. Y para empeorar las cosas, Joe Biden se va a Israel y, en vez de desplegar la doctrina Borrell, se limita a darle unas palmaditas en el lomo al mangante de Bibi, a pedirle que abra un corredor humanitario y a prometerle que, total, haga lo que haga, puede seguir contando con el apoyo norteamericano (no en vano hay en Estados Unidos una notable población judía que vota y a la que no hay que soliviantar, que por ahí está Donald Trump a la que salta).

¿Y la opinión pública? Pues de momento parece haberse olvidado de lo de Ucrania. Y supongo que se olvidará de lo de Israel y Hamás en cuanto se produzca una atrocidad mayor. Eso sí, pueden estar ustedes seguros de que, suceda lo que suceda, al igual que nuestros vecinos franceses, nos dividiremos entre los que están pour y los que están contre. Pararse a pensar conduce a la duda permanente y te aleja del grupo que te arropa y en cuyo interior te sientes cómodo, calentito, protegido y, sobre todo, cargado de razón: un chollo moral carente de peligro que te hace sentir mejor persona, aunque solo parezcas más alto porque te subes a un montón de muertos.