Nunca pensé que llegaría a estar de acuerdo en nada con José María Aznar, un personaje que siempre me ha caído como una patada en el escroto por su actitud sobrada, reaccionaria y como de estadista de andar por casa, pero lo que queda del PSOE ha obrado el prodigio con sus actuales maniobras para mantenerse en el poder, que incluyen negociaciones con un prófugo de la justicia refugiado en Bélgica al que se le envía una vicepresidenta de amplia sonrisa con la excusa de que es cosa de ella, que se pasa de simpática y comprensiva, ya que su jefe, el Gran Líder, se ha enterado del encuentro básicamente por la prensa (como si nos lo fuésemos a creer). Echo un vistazo a mi historial como votante (toda la vida apoyando al PSC o a Ciutadans) y me entra un complejo de merluzo: Ciudadanos se suicidó por culpa de Albert Rivera, cuyo ego desmesurado y escasas luces le llevaron de cabeza a la derechona (con la de espacio libre para correr que había en el centro izquierda), y el PSOE ha acabado convertido en el club de fans de un arribista que confunde el progresismo con sus propios intereses. La actual vida del social demócrata español es de una tristeza desoladora, agravada por esa supuesta Nueva Izquierda que recluta progresistas entre los enemigos del Estado (gracias, pero me quedo con la izquierda de toda la vida, por viejuna, trasnochada e intransigente que nos la quieran presentar).

Si he acabado, muy a mi pesar, poniéndome de parte de Aznar es porque me resulta indignante que los sociatas y los procesistas me lo tilden de golpista por convocar manifestaciones contra la supuesta amnistía que se está tramando para que Pedro Sánchez pueda seguir enganchado al sillón presidencial con Super Glue. No es que la actitud del PP en este caso haya sido ejemplar. Núñez Feijóo, mucho hablar de líneas rojas y de respeto a la Constitución, pero no puso reparos a que algunos de sus secuaces hablaran con los del partido del Hombre del Maletero (por oponerse, Alejandro Fernández ya ha caído en desgracia y está a punto de ser sustituido por la más canónica Dolors Montserrat: nueva muestra de los problemas de pensar por tu cuenta que ya se manifestaron con Cayetana Álvarez de Toledo). En la línea del casi defenestrado Fernández (y de padres fundadores del PSOE como González y Guerra, a los que se ridiculiza y basurea como a viejos chochos a los que más les valdría romper el carné del partido, ya que, según el clarividente y carismático José Montilla, le están haciendo el juego al PP), Aznar es acusado de atentar contra la convivencia entre españoles (parece que ahora al entreguismo interesado se le llama así) por plantarse ante un conato de amnistía que no resiste el menor análisis judicial relativo a la constitucionalidad de las cosas.

Pero, vamos a ver, ¿quién es aquí el golpista? ¿Un expresidente del Gobierno que dice lo que piensa (él y mucha gente, no necesariamente toda votante del PP, véase el rebote que se han cogido muchos sociatas de la vieja guardia), o un presidente en funciones dispuesto a cruzar todas las líneas rojas para perpetuarse en el cargo, aunque estas incluyan favorecer a una pandilla de gente que, si no dio un golpe de Estado, protagonizó una ridícula intentona separatista que se le parecía bastante? Como dice la grosera expresión popular, Habló de putas la Tacones.

De momento, la amnistía que los lazis creen tener ya en el bote no está tan claro que lo esté. Su constitucionalidad es más que dudosa y los jueces (renovados o no, que ya les vale al PSOE y al PP con sus pueriles maniobras al respecto) están que trinan con la propuesta, pues implica una intromisión oportunista del poder legislativo en el judicial de más que dudosa legitimidad. El truco de los sicofantes de Sánchez, consistente en acusar de reaccionarios, carcamales y enemigos de la democracia a todos los que se oponen al pucherazo pro-Puchi, no cuela porque a una parte nada desdeñable de los españoles no le parece bien que se les perdonen los pecados a una cuadrilla de cantamañanas que no solo no expresan el más mínimo arrepentimiento por habernos amargado la vida a muchos, sino que se empecinan en afirmar que, en cuanto puedan, repiten su bromazo de mal gusto.

Pensando exclusivamente en su propio beneficio, Pedro Sánchez se dedica a tensar la cuerda para ver cuánto aguanta. Indultó a los amotinados de octubre del 17 y le salió más o menos bien. Eliminó el delito de sedición y no pasó gran cosa. Introdujo en el Congreso el uso de lenguas cooficiales, medida inútil y onerosa cuando se cuenta con un idioma común que facilita la comunicación entre sus señorías. Ahora pretende amnistiar a una pandilla de separatistas (cuyo apoyo popular, por cierto, disminuye a diario, como pudo comprobarse en la última manifestación de la Diada). Y, si lo consigue, con tal de seguir en su sitio es capaz de inventarse un pseudorreferéndum de autodeterminación (en ello anda el infame dúo Asens-Pisarello, glorias de la Izquierda Imbécil). Según él, nunca ha mentido, solo ha ido cambiando de opinión en aras de la convivencia y el progreso. ¿Se lo puede creer alguien, aparte de la pandilla de pelotilleros en la que ha convertido a un partido que, con todas sus pegas, sus meteduras de pata y hasta sus delitos (véase el GAL) representaba a la social democracia en España?

Si le llevas la contraria a Sánchez eres un reaccionario, un enemigo de la convivencia y hasta un golpista. Ese es el mensaje. Y si cuela, cuela. El caudillismo ha vuelto desde lo que se supone que es la izquierda. Y Aznar, al que votaba mi padre porque le recordaba a su querido Generalísimo, se ha convertido en un adalid de la libertad de expresión. Lo que hay que ver. Y aguantar.