Creo que a nuestra Constitución le falta un artículo que diría más o menos así: “Los representantes del Estado no negociarán nunca con los enemigos del Estado”. Igual a nuestros padres de la patria de cuando la Transición les pareció una evidencia tal que no consideraron necesario incluir ese artículo en la redacción definitiva del texto constitucional. Y no previeron que algún día, en un futuro no muy lejano, un supuesto socialista como Pedro Sánchez, siempre preocupado por la conservación del sillón presidencial, sería capaz de negociar la continuidad de su gobierno con un prófugo de la justicia llamado Carles Puigdemont, un delincuente que debería estar entre rejas por el mal rato que nos hizo pasar a los españoles en general y a los catalanes en particular hace cerca de seis años, cuando le dio por repetir el error garrafal que ya había cometido Lluís Companys en 1934. Tampoco previeron que un tal Alberto Núñez Feijóo, presunto líder de la derechona nacional, se escandalizaría en público por la actitud de Sánchez mientras permitía que alguno de sus secuaces llamara por teléfono a Cocomocho para ver si se avenía a negociar su investidura. No es de extrañar: la jeta de estos dos sujetos es difícilmente predecible, y ya no se sabe cuál de los dos es más falso, hipócrita y oportunista (lo único que ahora se ve claro es que Sánchez, aunque moralmente deleznable, es un político más listo y, como él diría, resiliente que Núñez Feijóo, quien, además de luchar contra sí mismo y su inmensa capacidad para aburrir al ciudadano, debe aguantar el suave y discreto acoso de los ayusers, que lo consideran un calzonazos).
Negociar con Puigdemont es como haber negociado en su momento con el Dioni su amnistía a cambio de devolver el dinero que había trincado, algo que a nadie se le pasó por la cabeza, entre otros motivos porque ya se lo había gastado todo en furcias y farlopa durante su exilio brasileño. Negociar con un fugitivo de la justicia y un declarado enemigo del Estado no debería pasársele por la cabeza a ningún político decente, pero nadie ha dicho que Sánchez y Feijóo puedan ser calificados como tales. Es evidente que el resultado de las últimas elecciones generales ha puesto de manifiesto un embrollo descomunal y un sindiós de escaños que pone muy difícil a los líderes de los dos principales partidos españoles formar gobierno. Y ambos están dispuestos a cualquier cosa para salirse con la suya, hasta tratarse con indeseables. ¿Quién puede fiarse de semejantes líderes? Desde luego, yo no, y creo que hice bien en abstenerme en las elecciones porque Sánchez me daba grima y nunca he votado al PP: no quiero tener nada que ver con el hecho de que el PSOE y el PP estén en manos de dos tahúres para los que el fin justifica los medios.
Negociar con Puchi es cruzar la mayor línea roja y poner en un brete al Estado, pero, curiosamente, casi nadie se escandaliza ante la situación, inédita en los países de nuestro entorno. ¿Y cómo solucionan dichos países problemas como el que ahora tenemos en España? Pues recurriendo a una figura conocida como Pacto de Estado, algo que, en nuestro país, al parecer, ni se contempla. Lo hizo en Alemania Angela Merkel con los socialdemócratas, pero aquí, donde a veces da la impresión de que la Guerra Civil todavía dura, de lo que se trata es de imponerse al adversario a lo bestia y, si hace falta, pasándose la legalidad por el forro.
Vamos a ver: las elecciones las ganó el PP. Por poco, pero las ganó. Y yo creo que el ganador tiene derecho a gobernar, por asco que me den sus propuestas y sus apoyos políticos (véase Vox). También me da grima que Sánchez recurra a los separatistas y a la Izquierda Imbécil para mantenerse en el poder. Y que el PP se lo eche en cara cuando está dispuesto a gobernar con los de Abascal (después de haberlos basureado durante toda la campaña y rogar a la gente que le votara para evitarle tener que recurrir a las malas compañías). Ni Sánchez tiene derecho a afearle la conducta a Feijóo ni este puede hacer lo propio con él: ambos eligen fatal a los partidos que deben apoyarlos a la hora de pillar cacho. Pero, nos guste o no, PSOE y PP representan a la inmensa mayoría de los españoles y deberían estar obligados a pactar para evitar tener que recurrir a indeseables políticos, trátese de Bildu o de Vox. Y si alguien creyera en los pactos de Estado, el PSOE debería dejar gobernar al PP, que para eso ha ganado, aunque sea por la mínima, las malditas elecciones (asegurándose previamente de que se deshará de Vox, claro).
Es en momentos como este cuando uno echa de menos lo que habría podido ser Ciudadanos: un partido bisagra, de centro, que contribuyera a formar gobiernos legales, un partido que condenara a la irrelevancia a la extrema izquierda, a la extrema derecha y a los separatistas. Pero todos sabemos que Ciudadanos acabó como el rosario de la aurora por culpa de Albert Rivera y que su lugar no ha sido ocupado por nadie, permitiendo el envalentonamiento de partidos y partidillos irrelevantes que en nada contribuyen a la buena marcha del país, sino más bien al contrario.
Lo de que viene la derecha ya no asusta a nadie. Cuatro años del PP en el poder (sin Vox) serían, probablemente, un aburrimiento con algunas muestras de carcundia y poca cosa más, pues para algo nos vigilan convenientemente desde Bruselas la señora Von der Leyen y compañía. En cuatro años de oposición, el PSOE hasta podría encontrar a una persona decente para representar a la socialdemocracia española. Pero aquí los pactos de Estado son como unicornios, unas quimeras irrealizables, unas entelequias que no parecen adecuarse a nuestra peculiar idiosincrasia, que consiste en una mezcla de la interminable Guerra Civil y la matanza de Puerto Hurraco (del mismo modo que para nuestros políticos, dimitir es un nombre ruso).
La maniobra, evidentemente, también podría darse a la inversa, permitiendo el PP que gobierne el PSOE a cambio de que se deshaga de sus molestos compañeros de viaje y desista de negociar con un aspirante a presidiario al que con una mano se le promete el oro y el moro y con la otra se le empuja al interior del talego (aunque creo que le tocaría hacer el gesto al PSOE, dado que no ganó las elecciones, aunque Sánchez se comporte como si así hubiera sido). Cualquier cosa antes que pasarse por el arco de triunfo al Estado que (se supone que) se representa.