Según una encuesta realizada por el contradictorio ICIP (Institut Catalá Internacional per la Pau, que a ver si se aclara, o catalán o internacional: recordemos la frase de Baroja sobre el diario El pensamiento navarro: O pensamiento o navarro), los catalanes les caemos bastante mal a nuestros vecinos del resto de España.

Sostiene el ICIP que los extremeños se llevan la palma a la hora de mirarnos fatal, seguidos de cerca por los andaluces, aunque valencianos, gallegos y madrileños tampoco son mancos a la hora de tenernos roña. Todas esas comunidades nos otorgan un suspenso implacable y ni se molestan en sugerirnos que volvamos en septiembre. Solo los vascos nos dan un aprobado justito, pero como perdonándonos la vida y supongo que en agradecimiento a compartir el incordio infligido al resto del país durante años.

No es que las encuestas del ICIP me quiten el sueño --de hecho, nunca había oído hablar de tan rimbombante institución--, pero sí me da cierta penica que nos tengan manía nuestros compatriotas. Eso sí, si no los considerara como tales, intuyo que el resultado de la encuesta de marras me llenaría de alegría, pues nada gusta más a nuestros lazis que caer mal a sus vecinos, a los que consideran extranjeros y opresores.

De hecho, desde el ridículo sideral de octubre del 17, lo único que han hecho nuestros gobernantes autonómicos ha sido esforzarse en caerle mal a todo el mundo. O sea, ya que no tenemos república catalana, nos dedicaremos a chinchar y ofender todo lo que podamos, sin pasarnos para evitarnos problemas con la justicia, pero dejando claro en todo momento el disgusto que nos causa formar parte de España, de la “puta Espanya”, de la España que nos roba, de la España que nos muele a palos cuando solo pretendíamos echar una papeleta en una urna, de la España que no nos deja marchar porque vive a nuestra costa... Y así sucesivamente.

Me temo que esta jeremiada (hace años que dura) ha acabado por ofender a un número considerable de nuestros vecinos: de ahí los resultados de la encuesta del ICIP, que marcan un nuevo estatus para los catalanes en el conjunto de España como colectivo que, básicamente, cae mal. Antes del prusés, ya había gente a la que le caían fatal los catalanes, pero solían pertenecer a la derechona más rancia y se trataba de gente simple que estaba convencida de que aquí la gente hablaba catalán para jorobarles a ellos.

En ambientes progresistas y/o de izquierdas, se consideraba de mal gusto hablar mal de los catalanes, a los que se juzgaba en general como gente civilizada, culta y europeísta (se cometían algunos errores de bulto, como comprar discos de Lluís Llach, pero primaban la tolerancia, el respeto y la buena intención).

Gracias al prusés, la cosa se ha extendido urbi et orbi y ahora, en España, nos tiene manía todo el mundo porque se han cansado de nuestros desplantes, desprecios, insultos y groserías varias de los últimos quince o veinte años. Mientras algunos lo lamentamos, yo diría que los lazis sacan pecho, orgullosos, al observar que su odio es correspondido de la manera adecuada por la gente a la que detestan. O sea, ya que viven a costa nuestra y se dejan nuestro dinero en las tabernas, que completen su arsenal de fechorías mordiendo la mano que les da de comer en vez de besar por donde pisamos, pues así podremos despreciarles aún más, en un ejercicio de retroalimentación que solo puede acabar con la independencia de Cataluña o la expulsión de España, que a efectos prácticos viene a ser lo mismo.

Según el lazismo, España nos detesta desde hace por lo menos tres siglos, por lo que la encuesta del ICIP solo sirve para reforzar sus teorías. La mía es que, dejando aparte a cuatro energúmenos, nadie nos tenía manía hasta que empezamos a actuar como el vecino molesto de un bloque de apartamentos que mira mal a sus compañeros de inmueble cuando se los cruza por la escalera y pone cara de estar oliendo constantemente a mierda.

Como nos salió mal lo del cambio de domicilio --salvo al jefe de la tribu, que disfruta de un palacete en Flandes--, seguimos en el mismo edificio, pero dejando bien clarito que la compañía nos desagrada y vivimos ahí contra nuestra voluntad. No es de extrañar, pues, que el resto de la comunidad de vecinos nos haya cogido una manía tremenda. Aunque, sostenga lo que sostenga el ICIP, yo más bien diría que pasan de nosotros porque les aburrimos mortalmente: esa fue la impresión que tuve la última vez que visité Madrid, por cierto. Lo que pasa es que el odio resulta más nutritivo que la indiferencia.