Debe haber mucha gente en Barcelona que deplora la estancia en prisión de los exconsellers y de los Jordis, pero también me consta que una parte notable de la población no tiene nada en contra de que la pandilla de independentistas unilaterales purgue sus pecados en el trullo. Pese a lo que digan los nacionalistas, ni los catalanes en general ni los barceloneses en particular somos un sol poble: aquí cada uno ha acogido el 155 como le ha parecido, y la unanimidad en su contra con la que sueñan los indepes no existe. Por eso creo yo que el ayuntamiento de la señora Colau no debería haber tomado partido por los presidiarios de manera pública, como sí hizo con la pancarta colgada en el exterior del consistorio y el iluminado amarillento de algunas fuentes barcelonesas. La solidaridad con los enchironados es una cuestión personal, y nadie se opone a que quien quiera hacerlo se cuelgue un lazo amarillo en la solapa como muestra de solidaridad (se agradece que los partidarios de alargar la estancia en el talego de Jordis y exconsellers no se hayan clavado una chapa con la expresión "¡Que se pudran ahí dentro!").

A la hora de elegir, Colau siempre acaba optando por hacer felices a los independentistas

Como es habitual en la señora Colau y su alegre pandilla de lumbreras municipales, nuestro ayuntamiento optó por la sobreactuación: solo le faltó seguir el ejemplo de Vic y colocar unas celdas en la plaza de Sant Jaume para que los procesistas echaran la tarde encerrados y con vistas al deprimente pesebre elevado de este año. Si se hubiese parado a pensar un momento que Barcelona es una ciudad plural, compuesta por gente que piensa de distintas maneras, Colau habría optado por la discreción institucional, ahorrándose la pancarta y la agüita amarilla, pero, claro está, entonces ya no sería nuestra Ada, la mujer que está en contra de la DUI, pero también del 155 (todavía estoy esperando que nos diga qué es lo que habría habido que hacer una vez declarada la independencia, pero me temo que nos vamos a quedar con las ganas). Y, además, a la hora de elegir, Ada siempre acaba optando por hacer felices a los independentistas: veamos, como prueba, la manera en que se ha deshecho del PSC en el ayuntamiento, otra sobreactuación de padre y muy señor mío que llevó a que unos cientos de militantes se cargaran un pacto que tenía bastante lógica.

Ahora que la Junta Electoral la ha obligado a prescindir de la pancarta y de la agüita amarilla, no sé qué se le ocurrirá para seguir agradando a una gente que en realidad la detesta porque la considera una españolista vergonzante que no es de fiar, aunque pretenda ir de equidistante. Supongo que ahora piensa en su posible papel de bisagra tras las elecciones de diciembre, cuando tenga que elegir entre los de la DUI y los del 155. Tome la decisión que tome, ardo en deseos de saber cómo la justificará.