Cuán lejos quedan los tiempos en que Santiago Espot, con su cuadernito y su bolígrafo, recorría Barcelona en busca de comercios a los que delatar por no rotular en catalán. Ya nadie se acuerda de ese héroe solitario que apatrullaba la ciudad ejerciendo de soplón patriótico, porque ahora la cosa se ha profesionalizado y de esos asuntos se encarga una organización conocida como la ONG del catalán (o la Gestapo del catalán, según el punto de vista), y los métodos rupestres del señor Espot han quedado desfasados (nunca fue visto colándose en un colegio para ver en qué idioma hablaban los tiernos infantes, una iniciativa en la que Plataforma per la Llengua ha brillado con luz propia).

Al frente de dicha ONG está, desde hace años, un cirujano maxilofacial llamado Òscar Escuder, conocido por su vehemencia a la hora de defender ese idioma que, según él, va cayendo en desuso en Cataluña (razón no le falta: el castellano se ha impuesto claramente al catalán y la Resistance se reduce al 35% de la población: casi nunca sale bien intentar poner puertas al campo). Los rostros que arregla en el quirófano, los parte metafóricamente el doctor Escuder con sus multas lingüísticas, que ya se cuentan por centenares anualmente (el importe subió de algo más de 50.000 euros en 2014 a cerca de 410.000 en 2024), aunque Escuder se queja de que cada clatellot tarda un año en cobrarse por aquello de la proverbial lentitud de la justicia.

Sostiene el buen doctor que Plataforma per la Llengua se aguanta principalmente gracias a las cuotas que pagan sus socios (cerca de 30.000 catalanes apoquinan mensualmente su contribución), pero abundan los malpensados que apuntan a que son las subvenciones de la Generalitat las que mantienen más o menos llenas las arcas de la Gestapo del catalán (sobre la que hay sospechas de que las cuentas casi nunca están del todo claras).

Òscar Escuder salió el otro día en TV3 quejándose de lo que se tarda en cobrar su impuesto revolucionario y de que el Govern no aplica la muy necesaria mano dura a los díscolos y disidentes lingüísticos, empeñados en que el negocio es suyo y, por consiguiente, pueden rotularlo en el idioma que les salga del níspero. Esa gentuza, claro está, propicia la delación, que puede convertirse, además, en un negocio muy interesante.

Veamos: la Generalitat se levanta una pasta guapa con las multas lingüísticas, muy útil para financiar embajadas fake y otras actividades de primera necesidad. Y de esa pasta sale la subvención para Plataforma per la Llengua (más de cuatro millones de euros en la última década). O sea, que el gobiernillo se dedica al caixacobri y el bueno de Escuder se lleva su tajada, con la que puede contratar a más soplones para que ejerzan su higiénica misión.

Cuantos más infractores, mayores las ganancias para esa empresa público-privada que es la Gestapo del catalán. Curiosamente, ni la Generalitat ni Plataforma per la Llengua se preguntan por los auténticos motivos del descenso en el uso del catalán, que atribuyen a los nyordos pertinaces a la hora de conservar su lengua, a los panchitos irredentos que se niegan a ver el parecido evidente entre las independencias sudamericanas y la catalana y a los malditos expats, que no es que impongan el castellano, sino que aún no se han apeado del inglés.

Si después de tantos años de inmersión lingüística y de delaciones patrióticas, el catalán está en su punto más bajo de utilización preeminente, ¿no será porque todo se ha hecho mal y de la manera menos atractiva posible? Es indudable que los idiomas fuertes y con una enorme cantidad de hablantes, como el español y el inglés, tienen las de ganar en un mundo globalizado, pero creo que ha quedado claro que la imposición y las amenazas financieras no son la mejor manera de echarle una mano a una lengua minoritaria.

De todos modos, es poco probable que el Govern y el doctor Escuder lleguen jamás a esa conclusión: perderían dinero.