Pese a llevar votando (o no) desde finales de los años 70, la autoridad competente nunca me había seleccionado para formar parte de una mesa electoral, motivo por el que le estaba muy agradecido, pues daba por supuesto que la experiencia debía ser una tabarra no, lo siguiente. Pero hace unos días recibí una cartita (al principio creí que era la segunda misiva de Pedro Sánchez a los españoles) en la que se me informaba de que me había tocado ser presidente de mesa en el colegio electoral de mi barrio. Me basurean en mi juventud y madurez, pensé, y ahora que curso primero de carcamal, vienen a por mí. ¿A qué venía esta muestra de crueldad gratuita?

Consulté con un amigo que estaba en las mismas circunstancias y me dijo que bastaba con acudir a un edificio oficial situado en el quinto pino y acreditar tu condición de vejestorio para librarte de tan funesto trance. Tenía una semana para recurrir, pero, dada mi tendencia a la procrastinación, fui dejando pasar los días y el domingo pasado acabé sentadito en una mesa electoral del Eixample barcelonés. De verdad que no se lo recomiendo a nadie.

Te presentas a las ocho de la mañana, echas una firmita en un papel que no sabes lo que pone y te dicen que vuelvas a las nueve. ¿Para eso me he pegado el madrugón y he desayunado a toda pastilla? ¿Y ahora qué hago hasta las nueve? Pues volver a desayunar (en un Rosendo de la rambla de Catalunya) y sentarme en un banco a papar moscas hasta que den las nueve. Debí perderme en mi rico mundo interior, pues cuando volví con siete minutos de retraso, mi suplente me miró con expresión de odio, como si pensara que me había dado a la fuga y le había echado el muerto encima. Me disculpé y ocupé mi asiento.

Mis dos vocales, algo es algo, eran simpáticos: una ejecutiva de mediana edad asaz parlanchina y un jovenzuelo destruido por la farra de la víspera que no paraba de bostezar (ante su incipiente alopecia, pensé que igual era de la CUP, pero la verdad es que resultó ser un tipo agradable que me reía todos los chistes, cosa que siempre agradezco sobremanera). En la mesa de delante vi a mi viejo amigo Fernando Trullols, mi ayudante de dirección en Haz conmigo lo que quieras, el único largometraje que la mezquina industria del cine español me ha permitido perpetrar, y cruzamos algunas palabras de mesa a mesa aprovechando que no aparecía prácticamente nadie. Luego la cosa se animó, sobre todo entre los representantes de la tercera edad, más numerosos que los de la juventud, que deberían estar durmiendo la mona, como desearía mi vocal de la derecha. La verdad es que me pareció entrañable tanto interés por Europa a cargo de personas a las que parecían quedarles cinco o seis horas de vida: me recordaron a los supervivientes del desembarco de Normandía.

Fueron apareciendo algunos amigos. Pepe Ribas me informó de los fastos que está preparando para el 50 aniversario de Ajoblanco, a medias con Juanjo Fernández, que también celebra el medio siglo de su revista Star. Vi a Rafael Argullol votando en la mesa de al lado (detrás tenía a un señor muy bajito al que acabé identificando como el exministro Manuel Castells). Un señor que no conocía me felicitó por estar recogiendo material para un artículo. Charlé un ratito con Nacho Martín Blanco, que ejercía de apoderado del PP, dando así inicio a una imprevista jornada de confraternización con la derechona. Después de Nacho, platiqué con María de los Llanos de Luna, antigua delegada del Gobierno en Barcelona, que es una mujer encantadora y, además, me dijo que los dos tipos que más la hacemos reír somos Eduardo Mendoza y yo (lo cual incrementó notablemente el afecto que ya le tenía).

Para completar mis contactos con la reacción, acabé cruzando cuatro palabras con Joan Garriga, de Vox, que se acercó a mi mesa a saludar y a decir que también me leía (¡lo peto entre la derechona, amigos! ¿Debería preocuparme?): resultó ser un tipo correcto y hasta agradable cuya principal preocupación era que estaba a punto de empezar un partido del Espanyol y se lo iba a perder (no puedo decir lo mismo de un amigo suyo que montó un cirio en la puerta del colegio electoral porque no le dejaban entrar con sus dos perrazos y que creo que abochornó al propio Garriga, pues hasta en Vox debe haber un límite a la hora de hacer el gañán).

En estos trances, te pasa lo que al de la canción de Raimon: Quan creus que ja s’acaba torna a començar. Nada de salir pitando a las ocho de la tarde, con el cierre del colegio. ¡A contar votos! ¡Y rapidito! Y a firmar actas y dar tamponazos a tutiplén, aunque no sepas para qué. Y como traca final, la entrega de las actas en el cuartel general de la Guardia Urbana, que está al lado de la Estación del Norte. Un privilegio reservado, como ya habrán intuido, al presidente de mesa. En total, más de 14 horas consagrado a trabajar por el futuro de Europa. Y, encima, en mi mesa ganaron los de Puchi: ¡tócate las narices! ¡Y Alvise Pérez, ese energúmeno, cosechó la friolera de 13 votos! Catorce horas pidiendo carnés de identidad, visitando a las fuerzas municipales del orden y alternando con la derechona, yo, un socialdemócrata de toda la vida de Dios: ¿dónde están los interventores progresistas cuando los necesitas?

Ahora, como les digo una cosa, les digo otra: a mí no me vuelven a liar. Como lo intenten de nuevo, me planto donde haga falta a decir que me siento viejo y acabado y me libro del asunto. Ya sé que asistí a una nueva edición de la gran fiesta de la democracia, pero la verdad es que no la encontré excesivamente divertida. Seguro que se lo pasó mejor esa señora a la que hubo que sacar de la mesa electoral porque llevaba una papa de capitán general y se quedaba frita ante los votantes: de verdad que a veces me entran ganas de volver a darme a la bebida.