Pere Aragonès está más solo que la una. El hombre hace como que preside la Generalitat, pero con sus 33 diputados no hay quien presida gran cosa (puede que una escalera de vecinos, si no se amotinan los del cuarto segunda). Desde que lo plantaron los de Junts, su posición de representante del (supuesto) 52% de votantes independentistas es más precaria que nunca. Los del club de fans de Cocomocho lo detestan y siente permanentemente en el cogotillo el aliento de Salvador Illa, que no ve la hora de arrebatarle el sillón presidencial, mientras tampoco se acaba de llevar del todo bien con su jefe de filas, el beato Junqueras. 

Eso sí, hay que reconocerle que se toma todas estas contrariedades como si no fueran con él. Una nueva prueba de ello es que hoy se dispone a enfrentarse a los representantes del Senado español que más lo desprecian y más dispuestos están a basurearle, la derechona en pleno, con su PP y su Vox (como se ponga a hablarles en catalán, le pueden llover los pinganillos lanzados a la cara con notable saña, con el consiguiente riesgo de que le rompan las gafas).

Se presenta, además, con una propuesta originalísima, la celebración de un referéndum acordado con el Estado para abordar la independencia del terruño, propuesta a la que ha llegado, para más inri, después de recurrir a un comité de expertos que le sugirió cinco posibilidades de las que pasó como de la peste porque él ya había decidido cuál sería la elegida: volver a la casilla número uno de la que ya partieron el Astut Mas y el Hombre del Maletero. 

Sobre el supuesto acuerdo de claridad impulsado por el Petitó de Pineda, solo puede decirse –aparte de que sus expertos no se aclaran ni con la claridad– que nuestro héroe ha acabado recurriendo a ese clásico de la entrevista periodística que se materializa en la mítica frase “Usted pregúnteme lo que quiera, que yo le contestaré lo que me dé la gana”.

El pobre Aragonès se va a encontrar con un público hostil no, lo siguiente. Y los que podrían haberle hecho algo de compañía, lo han dejado tirado cual perro a la entrada de un supermercado (algo que, por cierto, va a estar prohibido a partir de ahora, y si dejas al chucho en casa, también te la ganas, pues es como si lo estuvieras abandonando… Pero esa es otra cuestión, disculpen ustedes la digresión). Los senadores del PSOE se ausentan de la reunión, aunque se supone que están negociando con él la posible investidura de Pedro Sánchez. Y el lendakari Urkullu (¡Cataluña y Euskadi, pueblos hermanos, pero no primos!) tampoco va a aparecer a darle un poco de ese calor humano que debe darse entre naciones oprimidas. Conclusión: ¡allá te las compongas con tu referéndum, querido niño barbudo!

La visita al Senado español, por si todo lo citado no fuera suficiente, le ha granjeado a nuestro héroe los comentarios despectivos de Junts y la CUP, que lo acusan de arrastrarse servilmente ante el enemigo español, cuando lo que debería hacer es declarar la independencia y salga el sol por Vilamerda de l'Arquebisbe. Imagino su trayecto en el AVE como una experiencia tristísima y rayana en la depresión: en casa no lo quiere prácticamente nadie y en Madrid tendrá suerte si evita que lo linchen. Me dirán ustedes: bueno, él se lo ha buscado, ¿no? Y probablemente tendrán razón, pero, desde su punto de vista, supongo que hace lo que cree que tiene que hacer, por no hablar de que los esfuerzos inútiles y la plena activación del gen de la pesadez son consustanciales a todo lazi que se respete. 

Lamentablemente, eso no impide que esté incurriendo en la sobreactuación a la que se ha visto abocado desde que ERC y Junts compiten por ver quién es más indepe y, sobre todo, por ver quién incrementa su base de fans. Yo creo que Aragonès es el primero en no creerse lo del nuevo referéndum, y tengo mis dudas de que dé por hecha la amnistía, como se empeña en aparentar. Pero, ya que la independencia ni está ni se la espera, hay que competir por el poder autonómico, y ello implica asumir todo tipo de fantasías delirantes con las que satisfacer a la parroquia y alejarla de la competencia. En ese sentido, irse a Madrid a que lo tiren al pilón del Senado español, tras embrearlo y emplumarlo convenientemente, demuestra que hay cierto método en su locura.

Que no le pase nada.