Las referencias a Lluís Companys (1882-1940), también conocido como el presidente mártir, son una constante del universo lazi, una especie de comodín al que se recurre en cualquier circunstancia y al que se utiliza como una (supuesta) arma moral a la hora de (intentar) cargarse de razón (o de razones). Cada año, en el aniversario de su fusilamiento por los vencedores de la Guerra Civil, los políticos catalanes separatistas se reúnen en torno a su tumba para homenajearlo, reivindicarlo y, sobre todo, utilizarlo como un elemento más que añadir a las quejas y exigencias del momento (el PSC se limita a ejercer de convidado de piedra y a pronunciar un discursito vagamente progresista y enfocado en la necesaria convivencia entre todos los españoles).
El pasado domingo, el homenaje habitual coincidió con un momento en el que los votos del lazismo le son muy necesarios a Pedro Sánchez para seguir sentado en su querido sillón presidencial, así que el presidente de la Generalitat, Pere Aragonès, le concedió un poco de protagonismo extra al difunto, incluyéndolo en la carta a los Reyes Magos que él mismo, el beato Junqueras y el fugado Puigdemont llevan cierto tiempo redactando para ver qué pueden sacar de un posible apoyo al señor Sánchez.
Olvidados, de momento, los cerca de 500.000 millones de euros que nos deben los españoles a causa de una difusa deuda histórica (o histérica), Companys siempre viene bien a la hora de añadir a la lista de agravios reparables por el ladino Estado español. Las ideas fuerza siguen siendo las de siempre: amnistía y nuevo referéndum de autodeterminación. Pero nunca está de más volver a insistir en la exigencia de disculpas al Gobierno de turno, aunque esté en funciones, por la ejecución del pobre Companys, sobre todo si, como es el caso, pueden utilizarse como arma de presión para los propios intereses.
Llevamos años convirtiendo a Lluís Companys en el protagonista involuntario de un remake catalanista de la comedia norteamericana Este muerto está muy vivo. Años exigiendo desagravios a una España que no es la que lo fusiló en Montjuïc, pero que, al parecer, debe disculparse por los pecados de sus padres. Y es inútil explicarle al lazismo obviedades como las siguientes: a Companys no lo fusiló la España democrática, sino la dictadura franquista, cuya idea de la justicia, especialmente durante la vengativa posguerra, nadie puede tomarse en serio ni concederle la más mínima garantía legal; la insistencia en exigir la anulación del juicio al difunto es innecesaria porque todos sabemos que dicho juicio fue una pantomima de la dictadura para intentar disimular patrióticamente un homicidio político (fiabilidad de los jueces, nula); responsabilizar a todo un país de lo que hizo el bando vencedor de una guerra fratricida es confundir (voluntariamente) al todo con una parte; acusar a todos los españoles de un crimen cometido por un dictador que, por cierto, lleva décadas criando malvas, aunque muchos se empeñen en recurrir a él, desde la derecha o desde la izquierda, como si aún estuviera entre nosotros, es mear fuera de tiesto y, sobre todo, una manera de inventarse otro agravio con el que seguir dando la chapa con la necesidad de la independencia.
No entraré en los valores personales del ejecutado, aunque tengo la impresión de que dejaban bastante que desear: independentista a la fuerza, azuzado por su segunda esposa, Carme Ballester, y por el siniestro dúo Dencàs-Badia (fue el ministro español de Marina entre junio y septiembre de 1933), conspicuo aficionado a los toros y los pasodobles, se mostró débil con comunistas y anarquistas, permitiendo que estos fusilaran a troche y moche, y acabó claramente superado por las circunstancias, mostrando una falta de control de la Generalitat sobre los energúmenos del momento no muy distinta a la actual de la Autoridad Nacional Palestina sobre los animales de Hamás. Entregado al régimen franquista por los nazis que ya ocupaban París, ciudad en la que se había refugiado nuestro hombre, acabó fusilado por un régimen, no por un país, así que, finiquitado felizmente ese régimen, resultan innecesarias las disculpas del país, que ya no es el mismo de 1940, afortunadamente.
Pero el lazismo insiste en sacar el cadáver en procesión cada vez que le conviene: solo le falta exigir al Gobierno español de turno la resurrección del desdichado Companys (al que se usa como ariete moral) o, por lo menos, unos eficaces intentos de clonación. El homenajeado se convierte en otro recurso para el victimismo. Se lo eleva a los altares de los políticos providenciales, aunque pocos como él se merecen la máxima italiana Un bel morir tutta una vita onora. Deviene un ingrediente más del cóctel independentista que nunca viene mal.
Puede que fuese mejor para todos dejarlo descansar en paz, con sus luces y sus sombras, pero aquí se aprovecha todo lo que es bueno para el convento. Y en pleno chantaje a un arribista para que pueda conservar el poder, un poco de Companys nunca viene mal. Por no hablar de que su posible desagravio verbal suena más verosímil, siendo como es el señor Sánchez, que lo de pillar esos 500.000 millones de la deuda histérica, repetir el referéndum y hasta conseguir la cesión de los trenes de cercanías.
Y al muerto, a fin de cuentas, ya le da todo lo mismo.