Sé que sonará frívolo, pero cada vez que se lía una tangana entre Israel y Palestina, lo primero que siento (que también) no es indignación ni dolor, sino un profundo hastío. Llevamos décadas con ese cultivo permanente del odio y la cosa ya canta y hasta aburre: ¿cómo pueden ser dos pueblos tan obtusos, intolerantes y rencorosos para vivir en un estado permanente de odio al vecino?; ¿por qué es tan difícil, por no decir imposible, ponerse de acuerdo en la creación de dos estados que no hace falta que se adoren, pero sí que se conlleven o soporten?

La cosa consiste, en general, en una serie de escaramuzas de diversa intensidad: del apuñalamiento de un judío a manos de un palestino por un quítame allá esa mezquita sagrada al lanzamiento de cohetes por parte de Hamás que siempre lleva a que los civiles palestinos sean desintegrados por las bombas y los misiles de Israel; pero, de vez en cuando, se arma la de Alá es Cristo y suceden atrocidades como la reciente andanada criminal de Hamás que, a este paso, va a dejar Palestina como la palma de la mano (la Autoridad Nacional Palestina será muy nacional y muy palestina, pero como autoridad deja bastante que desear, como demuestra el hecho de haber dejado Gaza en manos de una banda de asesinos teológico-patrióticos).

Todos sabemos que Israel no se porta especialmente bien con Palestina y que la Franja de Gaza se parece más a un campo de concentración que a una población normal, pero si la solución al problema consiste en asesinar a 250 infelices que solo querían pasar un buen rato en una rave para olvidar momentáneamente su vida de mierda, apaga y vámonos. Por no hablar de la manita que le echa Hamás al presidente de Israel, Benjamín Netanyahu, un corrupto de manual al que le esperan varios procesos judiciales en cuanto lo desalojen del cargo y que ahora podría ampliar su club de fans adoptando una actitud patriótico-oportunista consistente en machacar al enemigo hasta su ansiada aniquilación (como todos los fanáticos, los miembros de Hamás deben ser gente de escasas luces).

Pese a la burricie criminal de Hamás, Palestina cuenta en España con una base de fans nutrida y vehemente que ha tomado claramente partido en el permanente sindiós de su conflicto con Israel. En Barcelona se manifestaron hace unos días los majaderos de la CUP, palestinos de vocación hasta la muerte, tan vocacionales que a menudo parecen, simplemente, antisemitas. Les daba igual la salvajada de Hamás, pues ya se sabe que Israel siempre tiene la culpa de todo. Y les acompañaba un grupo LGBTI con una pancarta en la que se podía leer la siguiente inexactitud: “El amor siempre vence al odio” (igual resulta que Hamás es súper gay friendly y yo no me he enterado).

En Madrid, el día del desfile, Ione Belarra se presentó con una mantellina primorosamente bordada por mujeres palestinas (tras tuitear contra el supuesto genocidio español en América hace seis siglos: puestos a hacer la mema, hazlo a conciencia). Para los separatistas y la Nueva Izquierda Imbécil, Israel es el Gran Satán, y Palestina (incluyendo a los animales de Hamás y Hezbolá), una comunidad angelical, y de ahí no hay quien los saque. Que la actitud israelí no es ejemplar ya lo sabemos todos. Pero de ahí a bendecir las atrocidades de unos fanáticos (que se parecen mucho a los del otro lado), yo diría que hay cierto trecho.

Ahora que ya he quedado como un frívolo y un equidistante, remataré la faena poniéndome práctico. A efectos personales, los occidentales no tenemos nada que temer de Israel. No me consta ningún atentado terrorista sionista en suelo europeo. Nunca he visto a un energúmeno por nuestras calles apuñalando a gente a los gritos de “Jehová es grande”. Todas las bofetadas que nos hemos llevado (y que nos seguiremos llevando, como podría atestiguar ese profesor francés recién asesinado por un islamista radical) han venido del mundo árabe.

Por imperfecto que sea (que lo es, gracias en gran parte a los meapilas ultraortodoxos, gran caladero de votos para el ínclito Bibi: tiene que ser muy difícil intentar llevar una vida normal y laica en cualquier sitio que no sea Tel Aviv), Israel es el país más democrático, organizado y fiable de la zona (sí, ingleses y estadounidenses se lucieron a la hora de emplazar el Estado de Israel donde lo hicieron, pero ese Estado de Israel nunca habría llegado a existir, ni falta que le hacía, de no ser por Adolf Hitler). Y, sobre todo, nosotros, occidentales en general y españoles en particular, no tenemos nada que temer de él, mientras que el islamismo radical se empeña en hacer sentir su presencia entre nosotros de la manera más desagradable posible.

Esa evidencia debería llevar a nuestros palestinos vocacionales a replantearse su posición ante el conflicto, pero dudo que la tengan en cuenta: su fanatismo, en la línea de los sionistas y los islamistas, les obliga a mantenerse en sus trece, a seguir con su división entre buenos y malos, a disculpar las salvajadas de un grupo terrorista porque la culpa siempre es, por definición, del bando contrario. Para ellos, lo de Hamás es legítima autodefensa de un colectivo progresista y claramente preocupado por los derechos de gais, lesbianas y transexuales. Y si nos cae alguna desgracia de origen islámico, no lo duden, para esta gente, la culpa será del Gobierno español, que algo habrá hecho para provocar la justa ira de los hijos de Alá.

Occidente, tenemos un problema mental.