El chileno Gonzalo Boye Tuset (Viña del Mar, 1965) parece haberse propuesto ejercer de piedra en el zapato (o grano en el culo, como prefieran) de la democracia española. No se entiende muy bien por qué eligió España como país de adopción, pues desde que llegó en 1987 (tras pasar por la universidad alemana de Heidelberg, donde se apuntó a Ciencias Políticas y Economía, estudios que no llegó a culminar), se ha dedicado con ahínco a hacernos la puñeta a sus ciudadanos. Sus actividades como aspirante a enemigo del Estado se remontan a principios de la década de los 90 del pasado siglo, cuando experimentó una peculiar simpatía hacia la banda terrorista ETA y colaboró con ella en los secuestros de Emiliano Revilla y Manuel Prado y Colón de Carvajal, iniciativas que condujeron a su detención en 1992 y a su posterior juicio, en el que le cayó una pena de 14 años de reclusión (solo cumplió seis, entre 1996 y 2002, año en el que volvía a estar en la calle). Puestos a chupar trullo, eso sí, aprovechó para sacarse la carrera de Derecho por cortesía de su odiado Estado español. Y, una vez suelto, pues nada, a seguir tocando las narices, pues esa parece ser su principal misión en la vida (pese a los méritos que acumula para la deportación, el hombre sigue entre nosotros, jorobando todo lo que puede, tarea para la que cuenta con la inestimable ayuda de su esposa, Isabel Elbal, conocida cariñosamente en Madrid como La yonqui por su indudable parecido con el difunto Antonio Vega en sus peores momentos, aunque no conste el menor atisbo de adicción a la heroína en la leguleya).
Cuando Carles Puigdemont necesitó un abogado, ahí estaba Boye para echarle una manita. Y lo mismo sucedió con el narcotraficante gallego Sito Miñanco, junto al que va a ser juzgado en breve, acusado de blanqueo de capitales y complicidad en las discutibles actividades empresariales del sujeto. A tal señor, tal honor, dice el refrán. Y supongo que, si eres Cocomocho o Sito, tampoco estás para ponerte muy exigente a la hora de hacerte con alguien que te defienda, pues Perry Mason no querrá tocarte ni con un palo (ni mis buenos amigos Javier Melero y Cristóbal Martell, especialistas en defender a gente a la que desprecian a cambio de unas minutas de abrigo), así que habrá que apañarse con Boye, aunque deje bastante que desear como abogado y exhiba un discurso fantasioso y a menudo delirante que a él se le antoja el colmo de la brillantez legal. Y es que además de sus taras morales, Boye muestra una característica que no le favorece: el pobre hombre es cansino hasta el aburrimiento. Tú lo escuchas y echas inmediatamente de menos a aquella otra estrella de la justicia alternativa que fue el simpar Rodríguez Menéndez, mejor que Boye como abogado liante y manguta y dotado especialmente para el show business: recordemos, a modo de ejemplos, su romance con Malena Gracia y el intento de asesinato que sufrió a manos de su esposa: ¡Rodríguez Menéndez, pese a su miseria moral, se lo curraba a la hora de entretenernos! Boye solo nos da la chapa.
Reconozcámosle, eso sí, cierto ingenio a la hora de intentar escurrir el bulto. Como ha visto que igual tiene que volver al talego por su relación con Sito Miñanco, se ha inventado que no se le juzga por colaboración con el narcotráfico, sino como figura señera del prusés. Motivo por el que exige acogerse a una amnistía que, de momento, ni está ni se la espera. Hace falta mucho cuajo para vestir de patriotismo el tráfico de drogas, pero de eso le sobra a nuestro hombre y yo ya tengo ganas de oírle defenderse en el juicio alegando su supuesta condición de perseguido político. No porque el discurso vaya a ser brillante (será un rollo, como todos los de Boye), sino porque siempre me ha gustado ver en acción a una mente perturbada, y la del abogado por correspondencia parece estarlo seriamente.
Le reconozco, eso sí, una jeta admirable: que te acusen de colaborar con el narcotráfico y tú digas que la toman contigo por tu defensa de los héroes del prusés requiere una cara de cemento armado y una desfachatez que no están al alcance de cualquiera.