Por la mañana leí en El País una entrevista con Antonio Tajani en la que decía que su jefe de filas, Silvio Berlusconi, estaba en el hospital para una revisión rutinaria y que pronto volvería a sus cosas, tan necesarias para el bienestar de los italianos. ¡Dios le conserve la vista! Unas horas después, me enteraba de que Il Cavaliere la había palmado en el hospital y que, consecuentemente, sus seguidores ya no podrían cantarle aquello tan bonito y tan sentido de Menno male che Silvio c´e.

Luego ya vinieron los pésames, las declaraciones rimbombantes de sus fieles, el funeral de Estado y toda la pesca, mientras yo pensaba en aquel consejo anglosajón que sugiere que, si no puedes decir nada bueno de alguien, no digas nada. Igual es lo que debería haber hecho, pero creo que Berlusconi tiene algo que lo distingue de otros tiranuelos, corruptos y mangantes del mundo de la política, y que alguien debía destacar ese algo. Y me puse a escribir esto.

Prometo guardar silencio cuando la diñen Vladimir Putin, Donald Trump y demás facinerosos. Y no me costará nada porque los pobres no tienen maldita la gracia, mientras que Berlusconi, aunque fuese de forma involuntaria, tenía un punto tragicómico y muy meridional que lo hacía no diré más simpático (aunque dicen que lo era bastante), pero sí más interesante como personaje al que dedicar unas líneas. Salvando las distancias, creo que algo parecido debió pensar el gran Paolo Sorrentino cuando le consagró su brillante díptico cinematográfico Silvio y los otros, protagonizado, como de costumbre, por el impagable Toni Servillo.

Yo diría que no hay ninguna duda de que Silvio fue un mangante (además de un magnate) capaz de hacer lo que fuese necesario para salirse con la suya, hasta colaborar con la mafia. Pero es indudable que consiguió conectar con una parte muy importante del pueblo italiano, al que intoxicó todo lo que pudo con sus medidas políticas, sus programas de televisión, sus actitudes de crápula (que, lejos de indignar, le granjeaban incomprensibles adhesiones), su habilidad para retorcer la justicia en su beneficio y, en general, su peculiar manera de ir por el mundo.

A diferencia de Putin y Trump, Berlusconi podía resultar divertido. Probablemente, se trataba de un miserable, pero hasta en esa definición hay sitio para los matices. Si Putin da miedo y Trump da asco, Silvio asombraba por su desfachatez: recordemos la que lio para sacar del trullo a su amante menor de edad, Ruby Robacorazones, a la que intentó hacer pasar por una sobrina de Hosni Mubarak; o el día en que recibió a Tony Blair con un pañuelo de pirata como los que solía lucir en Marbella el difunto Espartaco Santoni; o los jolgorios bunga bunga que organizaba en su mansión, como si en vez de ser el primer ministro de su país fuese un emperador romano especialmente guarro y perverso.

Puede que, en el tablero internacional, Silvio estuviese a la altura de otros crápulas internacionales como los dos mencionados, pero a un nivel conceptual yo lo veía más cercano a Gil y Gil, pues a veces parecía el personaje de una comedia de Dino Risi.

De hecho, Vittorio Gassman lo prefiguró en una película de Dino Risi, En nombre del pueblo italiano (1971), interpretando el papel de un constructor indeseable y algo ridículo (brutal la secuencia en que lo detienen en una fiesta de disfraces, ataviado de centurión romano) al que un fiscal honorable, Ugo Tognazzi, se ha propuesto meter entre rejas porque lo considera la representación humana de todo lo que funciona mal en Italia. En ese sentido, el film de Risi resultó premonitorio. Si no lo han visto, échenle un vistazo y observarán el parecido escalofriante entre el personaje de Gassman y Berlusconi: es como si los guionistas tuviesen una bola de cristal que les permitió ver el futuro.

Silvio Berlusconi nunca habría podido nacer en un país nórdico o calvinista. Necesitaba el caldo de cultivo que solo se encuentra en Italia (o en España, aunque aquí no llegan nunca tan alto los mangantes de su estilo y condición) y que contribuye a que lo recordemos casi sin acritud, pese a haber sido siempre un corrupto de manual, un trepador social despiadado, un ladrón y estafador, un pícaro con enormes dotes de seducción y alguien que, gracias a sus constantes salidas de pata de banco, acabó pareciendo un personaje de ficción en la línea de nuestro querido José Luis Torrente (recordemos el componente grotesco del fascismo y de su líder, Benito Mussolini, un tipo obligado a estirar el mentón para parecer más alto, otro maestro del humor involuntario, a diferencia del aburrido Francisco Franco o el siniestro Adolf Hitler).

Sorrentino entendió muy bien a Silvio en su película. Todos esperábamos una sátira hilarante y nos encontramos con una comedia en la que las sonrisas que nos producía se nos acababan congelando en las comisuras. Lo mismo que nos ocurría con cada nueva trapisonda de Berlusconi. “No puede ser”, era nuestra primera reacción. Luego nos daba la risa. Y después, cuando nos parábamos a pensar, una vez repuestos de la sorpresa, nos dábamos cuenta de que ese tío que nos hacía tanta gracia, era en el fondo un canalla.

Puede que lo que acabo de escribir les parezca frívolo, pero uno es como es y ya hay mucha otra gente que le hará un acertado traje a medida al difunto. Yo aún recuerdo la cara de estupor de Tony Blair ante la pinta infame de su homónimo italiano y vuelve a darme la risa floja.