Los Gobiernos autonómicos, como las parodias (¿involuntarias?) que son del Gobierno de verdad, el español, suelen heredar los tics y las tendencias de este, sobre todo en lo relativo al tradicional arte de la chapuza (ejemplo reciente a nivel nacional: la ley del solo sí es sí de Irene Montero, que logró justamente lo opuesto de lo que se pretendía). La Generalitat de Cataluña acaba de incurrir estrepitosamente en una de esas chapuzas con sus recientes exámenes para acceder al funcionariado local, cuya gestión externalizada ha derivado en un caos de colosales proporciones. De todos modos, a mí, lo que más me ofende del asunto es que haya 13.000 catalanes que aspiren a ser funcionarios de un paisito en el que no existían hasta que se inventó el autonomismo. 13.000 candidatos para 1.825 plazas. Sí, ya sé que hay quien saliva ante la perspectiva de un trabajo fijo para toda la vida, pero todo depende de cómo se mire esa posibilidad: lo que a unos puede parecerles un chollo, a mí me hace pensar en una condena de cadena perpetua sin posibilidad alguna de acceder a la libertad vigilada.
Hay que entenderme (aunque a veces cuesta, pues hay momentos en los que ni yo me entiendo a mí mismo). Yo no nací en la Barcelona de la pérgola y el tenis, como Gil de Biedma, pero sí en una ciudad en la que el funcionariado era algo que, prácticamente, no existía. Los funcionarios del Estado eran una especialidad madrileña que a los catalanes nos permitía hacernos la ilusión de que éramos un pueblo emprendedor y osado que se buscaba la vida lejos del paraguas de la Administración (de ahí nuestra buena fama al final del franquismo, que ya nos encargamos de cargarnos con el prusés y otras chorradas por el estilo). Yo tenía un funcionario en la familia, mi querido tío Luis, que era, lógicamente, de Madrid (y un tipo muy simpático y divertido, por cierto). Cuando había que llamarle por teléfono al Ministerio de la Vivienda, su cuñado, mi señor padre, solía bromear sarcásticamente al respecto: “Aunque a estas horas, no sé si estará con el último cafelito o con la primera caña”. En cualquier caso, en mi infancia, la existencia de un pariente funcionario era considerada una rareza o una excentricidad en la mayor parte de los hogares catalanes.
Con la instauración del régimen autonómico, todo cambió radicalmente: parece que trabajar para la Administración local era más digno que hacerlo para la central, y que hasta ser mosso d’esquadra daba sopas con honda a ser un simple madero español (y se cobraba más, por cierto). De repente, el mito del catalán individualista y emprendedor se fue retrete abajo. Como el resto de los españoles, los de por aquí tampoco le hacían ascos a lo de pillar un curro para toda la vida, de esos que no te pueden echar a no ser que pongas una bomba en el despacho de alguno de tus superiores (e incluso así, siempre puede salir la CUP a defenderte). Esa evidencia nunca me ha sentado bien y se ha sumado a otras muchas que han hecho que se me cayera el alma a los pies con respecto a los habitantes de mi comunidad y, sobre todo, de mi ciudad, a la que tanto quise y en la que ahora vivo porque no se me ocurre ningún sitio al que me apetezca fugarme.
Los jóvenes que nunca hayan conocido una Barcelona sin funcionarios igual no acaban de entender mi desazón, pero les aseguro que una ventaja del centralismo era poder vivir en un lugar en el que parecía que podías hacer de tu capa un sayo y enfrentarte a la vida sin la protección de papá Estado (o Estadillo). Ser como Milán en referencia a Roma tenía sus ventajas. El franquismo dejaba en tus manos la cultura, y de ahí el elevado número de editoriales, productoras de publicidad, compañías discográficas y demás iniciativas edificantes que llegó a darse en Barcelona. Pero llegó la democracia a España, llegó la Movida, aquí se nos fue la olla con el hecho diferencial y, mientras todas esas empresas florecían en la capital del reino, aquí eran sustituidas por diferentes colectivos patriótico-culturales adictos a la sopa boba. Intuyo que algo parecido sucede en el resto de parodias autonómicas que hay en España, pero sospecho que, en ellas, a falta de reivindicaciones nacionalistas, todo se reduce a pillar un chollo para toda la vida y dedicarse a dudar entre el último cafelito y la primera caña del día. Por el contrario, en Cataluña hay quien cree que el funcionariado propio es mejor y más digno que el ajeno, aunque esté al servicio de un gobiernillo inepto que, para conseguir que llueva, tiene que delegar el tema en Barack Obama y Bruce Springsteen, a cuya acción combinada en Montserrat y el Estadi Olimpic achaco los bienvenidos aguaceros de los últimos días (no sé qué será de nosotros ahora que ambos se han ido).
Llámenme frívolo, pero insisto: lo peor de la última chapuza de la Generalitat no es lo de las oposiciones chungas, sino la triste evidencia de que haya tanta gente joven que aspira a ser funcionario, apetencia carente del supuesto glamur al que aspiran todos esos adolescentes que quieren ser influencers, youtubers o tiktokers. Me lo tomo como una muestra más de nuestra imparable decadencia.