Cada año, por estas fechas, el rey de España se pone a hablar solo en público y los diferentes canales de televisión retransmiten su perorata, pero no consta que la siga nadie. Yo, por lo menos, no conozco a nadie que se trague el monólogo navideño de Felipe VI y lo comente con sus amigos. Los únicos que no se lo pierden son los antimonárquicos, gente que vota a partidos como Podemos, ERC o el PNV, cuyos representantes siempre tienen algo negativo que decir sobre las palabras del monarca, quien cada año cumple con la tradición soltando un rollo (breve, todo hay que decirlo) sobre lo que hay que hacer para que el país mejore y urgiéndonos a todos para que nos llevemos bien. Resulta curioso que a los que no tenemos nada en contra de la monarquía parlamentaria en general y de la española en particular nos la sople lo que diga o deje de decir nuestro Rey, mientras que los que suspiran por el advenimiento de la república o de la independencia de su terruño no se pierdan ni una sola de sus palabras, llegando a menudo a ver cosas y conceptos que no se atisban por ninguna parte, ya que el discurso real suele consistir en una serie de reflexiones más bien banales sobre el futuro de la patria y en una llamada a la unidad nacional en tiempos difíciles (todos lo son). Yo diría que hay un acuerdo tácito entre Felipe VI y sus leales súbditos, según el cual, el primero es plenamente consciente de hablar solo y los segundos, de hacer como que lo oyen a modo de ruido de fondo mientras se toman el aperitivo de Nochebuena. El genuino público de Felipe VI, pues, lo componen quienes lo detestan, una serie de personajes a los que, por sistema, les parece mal todo lo que dice, y así lo hacen constar en la prensa al día siguiente, mostrando unos conocimientos de borbonología que al resto de los españoles nos están vedados. Pero dejando aparte a la extrema izquierda y a los separatistas, tengo la impresión de que nadie presta la menor atención a lo que larga cada año su majestad, tal vez porque no difiere mucho de lo pronunciado el año anterior y el otro y el otro y el de más atrás. En resumen: una tradición navideña más.

Lo verdaderamente grave de esa tradición es que ha hecho escuela y hace años que cualquier mandamás autonómico se cree con derecho a imitar al monarca y soltar su propio rollo a los sufridos habitantes de su región. Por eso, en Cataluña, después del discurso del Rey, nos cae el del presidente de la Generalitat, y demos gracias los barceloneses de que a Ada Colau no le da por servirse de BTV para darnos también la chapa en fechas tan entrañables. Con el discurso de Aragonès sucede, curiosamente, lo mismo que con el de Felipe VI: no lo ve nadie, a excepción de los que le tienen manía, como es el caso de Jordi Turull y sus aturullados compañeros de lucha por la independencia en Junts x Cat. En el pecado está la penitencia: primero, el Petitó de Pineda pone verde al rey (con la ayuda de Rufián, que rescata del baúl de los recuerdos una foto comprometedora del monarca dándole la mano a Franco cuando tenía seis o siete años y le daba la mano a quien le dijeran); después, Turull lo pone de vuelta y media a él por soltar un discurso que, según el preclaro posconvergente, es más propio del líder de un partido político que del presidente de un país.

¡Qué cosas tiene este Turull! Yo es que me troncho con él. Pero, hombre, Turull, claro que el discurso de Aragonès no es el propio del presidente de un país. No lo es porque el niño barbudo no preside ningún país, solo una comunidad autónoma, y de forma asaz precaria desde que tú y los tuyos abandonasteis el gobiernillo y me lo dejasteis con 32 diputados que no constituyen una mayoría de gobierno ni nada que se le parezca. Turull se resiste a reconocer que los arrebatos independentistas de Aragonès son gestos de cara a la galería, a los hooligans que quedan en ERC, para disimular la evidencia de que su partido se ha convertido en la nueva CiU y que en él apenas queda nadie que crea en una independencia más o menos inminente. Génova es una idea como cualquier otra, cantaba Paolo Conte en Genova per noi. De la misma manera, el Petitó de Pineda sabe también que la independencia es una idea como cualquier otra. Y si se resistiera a creerlo, ahí está Pedro Sánchez para recordárselo, diciéndole que él ya se ha currado lo suyo con lo de la malversación y la sedición y que deje de dar la tabarra un rato con la mesa de diálogo y el segundo referéndum de autodeterminación, que no está el horno para más bollos (Illa ha remachado el clavo diciéndole a Aragonès que él es el primero en saber que nunca habrá referéndum y que haga el favor de hablar de cosas tangibles y razonables).

Pere Aragonès ha protagonizado, sin darse cuenta, una nueva versión del clásico de los hermanos Lumiere El regador regado. Intenta enmendarle la plana al rey y solo consigue llevarse una bronca de Turull y otra de Illa. Pero, a diferencia del monarca, que lleva más mili, cree que la gente lo escucha cuando suelta su rollo por San Esteban, cuando solo prestan atención a sus palabras los que quisieran perderlo de vista cuanto antes.

Son tiempos duros para los líderes de verdad, y mucho más duros para los aspirantes a líder a los que se les va la fuerza por la boca. Seas el rey de España o el presidente de una nación sin Estado (o sea, de una región europea), hazte a la idea de que solo te escucharan los que te odian para ponerte de vuelta y media al día siguiente. Al resto de la población puede que le caigas bien o mal o que les des lo mismo, pero tu público, créeme, solo lo encontrarás en las filas del odio. Un público extremadamente fiel, eso no te lo voy a negar.