Como bien dicen los italianos, Un bel morir tutta una vita onora. Véase, sin ir más lejos, el caso de Lluís Companys, político mediocre, tirando a desastroso (recordemos que los anarquistas se le subieron a las narices y empezaron a cargarse gente con un criterio, digamos, discutible), al que Franco dignificó y casi beatificó al ordenar su fusilamiento, convirtiéndolo en el mártir por excelencia de nuestros queridos nacionalistas. Pasando por alto sus puntos oscuros y sus contradicciones ideológicas (siempre he pensado que se hizo separatista movido por las circunstancias –entre ellas, aquella novia que compartía con uno de los hermanos Badía, quien a punto estuvo de eliminar a su rival—, pues antes de eso se le había visto yendo a los toros, bailando pasodobles y sin pensar mucho en la independencia del terruño), el inframundo lazi le rinde homenaje cada año, coincidiendo con la fecha de su ejecución. Convertido en un personaje de consenso, casi todos los partidos catalanes rivalizan con sus coronas, sus madrugones y sus marchas de antorchas a la hora de expresarle su reconocimiento. Hasta ahí, no hay gran cosa que objetar. Una vez aceptado pulpo como animal de compañía –o sea, que el difunto fue un caudillo providencial—, se le reconoce su condición de mártir del catalanismo, se pronuncian algunos discursos más o menos enardecidos, se despotrica un poco contra España y hasta el año que viene, cuando volverá a representarse la misma función.
La principal novedad de la performance de este año la aportó el actual mandamás de lo que queda de Convergencia, Jordi Turull, al compararse con el difunto de manera tan intempestiva como ridícula. Ya sabemos que, para el lazismo, las cosas en España siguen igual que en el franquismo, pero comparar el fusilamiento de Companys a manos de una dictadura con la condena que le cayó a Turull por su participación en la charlotada del 1 de octubre tras un juicio con todas las garantías democráticas (y que ni siquiera cumplió en su totalidad, ya que fue indultado junto a sus camaradas), resulta, cuando menos, excesivo. A Companys lo asesinaron. A Turull lo enviaron una temporada a la sombra y su experiencia más dura entre rejas tuvo lugar cuando su compañero de celda, Josep Rull, fue víctima de una aerofagia criminal ocasionada, según él, por el peculiar régimen alimenticio del presidio, excesivamente rico en féculas. Comparar dos años de trullo con un billete de ida al otro mundo es exagerar mucho las cosas. Y aunque a Turull le guste sentirse un mártir por la libertad de Cataluña, alguien debería decirle que no lo es, que no es más que un señor que intenta salvar los muebles de un partido que se acaba de pegar un tiro en el pie con su salida del Gobierno regional. Turull está tan alejado del martirologio que ni siquiera se definió cuando el referéndum entre la militancia de Junts x Puchi para ver si los neoconvergentes se quedaban en el Gobierno o se iban. Todos sabemos que estaba a favor de permanecer en el puente de mando, pero no lo dijo porque si perdía su opción, no le habría quedado más remedio que presentar la dimisión y dejar el partido en manos de Laura Borràs y la Cuadrilla de Waterloo. Turull no es que no esté dispuesto a que lo fusilen, sino que no contempla ni la posibilidad de dimitir de su cargo: si eso es un mártir, que baje Dios y lo vea.
Con sus virtudes y sus defectos, Companys se la jugó, perdió y pagó muy caras las consecuencias. Turull no es más que un burócrata fanfarrón que ladra más de lo que muerde y al que el papel de guardián de las esencias le va grande. Turull sirve para incordiar a sus exsocios de ERC, para bendecir el cámping de la ANC en la plaza de Catalunya (que, en cuanto a participantes, no ha sido precisamente el Woodstock del lazismo) y para lanzar soflamas quiméricas sobre una independencia que él mismo sabe que no está precisamente al caer, todo ello mientras espera pacientemente a que la justicia española le eche una mano quitándole de en medio a su némesis particular, Laura Borràs. No puede hacer más sin riesgo de volver a un talego del que salió demasiado pronto, sin dar tiempo al sistema penitenciario nacional para concluir su labor didáctica y redentora, que tan eficaz se ha demostrado con presos como Carme Forcadell y el beato Junqueras. Que dé, pues, la chapa cuanto guste, dentro de sus posibilidades, pero, por favor, que deje de compararse con alguien que realmente dio la vida por (su idea de) Cataluña: difícilmente puede aspirar al martirologio alguien que es incapaz de decir lo que piensa para conservar su puesto de trabajo.