La único bueno que le veo a la molesta evidencia de envejecer es que te vas desprendiendo poco a poco de cualquier asomo de trascendencia. Piensas en los (escasos) años que tienes por delante y acabas llegando a la cínica conclusión de que, para lo que te queda en el convento, etcétera. No es que lleves una vida amarga, ni que deje de gustarte hacer lo que te ha dado de comer desde que eras joven, pero casi todo deja de tener la importancia que le adjudicabas cuando tenías un montón de años por vivir y muchas cosas en las que soñar. Puede que no sea una actitud muy positiva, pero denota cierta lucidez y se la recomiendo encarecidamente a todos aquellos que, como yo, estén cursando primero de carcamal. Eso sí, no es una toma de posición que esté al alcance de todos.
Fijémonos, por ejemplo, en Jordi Pujol. El hombre está a punto de concluir esos estudios de carcamal que yo estoy iniciando y sigue preocupado por lo que se dirá de él cuando ya no esté entre nosotros. Le preocupa su legado y que haya gente que lo considere un corrupto y el cabeza de una familia de delincuentes. Así se lo hizo saber hace unos días al prejubilado Josep Cuní en uno de sus últimos programas de radio en la SER. Solo le faltó hacer como Fidel Castro y decir que la historia lo absolvería. También aseguró que volvía a no ser independentista y que le preocupaba la situación actual de su querida Cataluña.
Personalmente, lo que más me gustó fue cuando dijo que ponía la mano en el fuego por la mayor parte de la familia, de lo cual se deduce que hay algunos miembros de ella que le huelen a cuerno quemado, aunque no dio nombres (tal vez porque están en la mente de todos). Como de costumbre, se le notaba encantado de escucharse, de seguir dando la tabarra a sus conciudadanos, de todo lo que había hecho para dejarnos este paisito dividido y desestructurado, esta sociedad de quiero y no puedo que se puso a fabricar con sus manitas (y la ayuda de su fiel Prenafeta) desde 1980. Seguía siendo el maldito iluminado de siempre, empeñado en que su tierra fuera como él quería que fuese y no como era, pero, dada su avanzada edad, caía en algo que llevaba toda la vida esquivando: el ridículo. Que es en lo que suelen caer todos aquellos que no se han deshecho a tiempo del tremendo baldón de la trascendencia.
Pujol se quiere mucho a sí mismo y se respeta reverencialmente. Yo diría que se causa una gran admiración. Como todos los iluminados, sigue sin albergar la más mínima duda sobre sus acciones, e incluso está convencido de que, aunque sea con un pie en la tumba, tiene la obligación moral de continuar guiándonos por el buen camino. Sobre su responsabilidad en la charlotada de Puchi y sus secuaces, ni una palabra, aunque la alentó mientras se buscaba la ruina, pues es muy probable que sus trapisondas y las de su infame familia no hubieran salido nunca a la luz si no se llega a quitar el disfraz de político constitucional, ya que el Estado llevaba décadas mirando hacia otro lado, tanto desde la derecha como desde la izquierda.
Superados los 90 años, nuestro Papá Pitufo sigue preocupado por su legado y su trascendencia. Puede que otro pensara algo más en su esposa aquejada de Alzheimer o en su primogénito y las muchas posibilidades que tiene de acabar entre rejas. Pero Pujol prefiere pensar en sí mismo y en su obra y en su legado y en esa mala gente que lo considera un corrupto, cuando él lo único que ha hecho ha sido ofrendar su vida a la patria y al que no lo quiera ver así, que le den dos duros.
Adiós, señor Cuní, que le vaya muy bien. Yo me quedo aquí un ratito más porque los catalanes, aunque algunos no sean conscientes de ello, me siguen necesitando. Aquí seguiré mientras Dios quiera, pensando en mi legado y en mi condición de caudillo providencial. Cierre la puerta al salir, que, si me da un aire a mi edad, las consecuencias pueden ser funestas y las pagaría Cataluña. Seguiré buscando periodistas a los que turrar y le aseguro que los encontraré, ¡vaya si los encontraré!