Pere Aragonès llegó voluntariamente tarde a la cumbre de presidentes autonómicos de La Palma para no coincidir con el Rey y tener que salir en la foto oficial. Previamente, se había hecho de rogar, aduciendo que él no puede perder el tiempo en paripés regionalistas, pero acabó acudiendo al cónclave porque se iba a hablar de Ucrania, un asunto en el que Cataluña, dada su situación geoestratégica, tiene mucho que decir, como todo el mundo sabe.

Para no cruzarse con Felipe VI tuvo que perderse el acto de homenaje a los sufridos habitantes de La Palma, que no hace mucho vivieron un largo y desagradable episodio con un volcán, pero ya se sabe que no se puede hacer una tortilla sin romperle los huevos a alguien, así que no le importó convertirse en el único mandamás regional al que el asunto parecía soplársela. Conclusión: nuestro niño barbudo volvió a quedar como un cochero ante la opinión pública española (él y la comunidad a la que teóricamente representa), pero también es verdad que, tras la aplicación del 155, la única actividad política que se pueden permitir los indepes catalanes es la grosería permanente, dado que ninguno de ellos quiere acabar en el talego o, como desearía Clara Ponsatí, muriendo por la patria.

Mientras el Petitó de Pineda nos hacía quedar mal a todos en las Canarias, sus compañeros de partido aprobaban una ponencia redactada por Raül Romeva y respaldada por Oriol Junqueras en la que se apuesta por la negociación con el Estado para conseguir la independencia de Cataluña, pero precisando que, si esa negociación no fructifica, no habrá más remedio que proceder a algo que denominan “desbordamiento democrático” y que nadie sabe muy bien en qué consiste (parece que en practicar la desobediencia, berrear en la calle y hacer pucheros, si lo he entendido bien). O sea, que tanto el niño barbudo como su jefe de filas, el beato Junqueras, persisten en lo de mostrarse muy contrariado y travieso. La única diferencia entre ambos estriba en que el beato, como indica su sobrenombre, cuenta con la ayuda del Señor.

Esa impresión dio a su paso por el nuevo programa de La Sexta Encuentros inesperados, que presenta Mamen Mendizábal y organiza mi amigo Edu Galán y que se parece mucho a los almuerzos que el señor Galán monta en Madrid para los compadres (acudí recientemente a uno y me lo pasé muy bien compartiendo mesa y mantel con gente tan variopinta como Ramon Fontseré, David Trueba o el fiscal Zaragoza: echamos de menos al beato, pero es posible que ese día le cogiera en plenos ejercicios espirituales).

Junqueras dijo cosas sensacionales en La Sexta, cosas que indican cómo le funciona el cerebro y que deberían preocupar ligeramente a la comunidad científica. Cosas como: “La fe es creer, no pensar”, o “El dogma es la protección contra la inseguridad”. Ya sabíamos que tenía una visión religiosa y casi mística de la independencia del terruño, pero hacía tiempo que no se lo oíamos decir tan claro. Si lo entendí bien, creer es mejor que pensar (o sea, que la razón está sobrevalorada) y creer a fondo en lo que sea te despeja las dudas, aunque éstas sean el signo más definitorio de la inteligencia. Uno ya no sabía si estaba oyendo al líder máximo de ERC o a Millán Astray a punto de pronunciar su famoso “¡Muera la inteligencia! ¡Viva la muerte!”.

Ya instalado en el surrealismo delirante, el beato fue premiado con la solidaridad de Mario Vaquerizo (con quien, por cierto, me crucé hace pocas semanas en Madrid por la Gran Vía, en animada charla con el superviviente de la Movida Fabio McNamara, que actualmente es cristiano renacido y votante de Vox), que se abalanzó sobre él y le estampó un beso en la mejilla porque él también es muy de misa y de alabar al Señor y de tener mucha fe y esas cosas (igual luego se fueron los dos con McNamara a pasar el rosario en la puerta del antiguo Rockola, pero reconozco que no me consta).

El paso de Junqueras por La Sexta lo confirmó como el perturbado mental y fanático religioso que algunos sospechamos hace tiempo que es, pero resulta indudable que la solidaridad de alguien tan equilibrado como el marido de Alaska contribuyó a que siga creyendo que va por el buen camino. Ese buen camino que, como acabamos de descubrir gracias al último aquelarre de ERC, consiste en intentar convencer a los españoles por las buenas de que Cataluña debe ser independiente y, si la cosa no cuela, intentarlo a las malas por medio del “desbordamiento democrático”, ese invento del beato al que le auguro un futuro tan brillante como a la “confrontación inteligente” que se sacó de la barretina Puigdemont.

Poco a poco, el independentismo va quedando en manos de chiflados, caraduras y majaderos que sueltan lo primero que les pasa por la cabeza, como si sufrieran el síndrome de Asperger. A cualquiera se le ocurre que ante un adversario más fuerte no hay desbordamiento democrático ni confrontación inteligente que valgan, por ingeniosos que resulten tales ejemplos de oxímoron. De la misma manera, de nada sirve quejarse de que estamos volviendo al autonomismo cuando nunca lo abandonamos, la independencia duró ocho segundos y los amotinados acabaron en el trullo o dándose el piro a Flandes. Pero eso lo digo yo, claro está, porque menosprecio el poder de la fe y de los dogmas y me refocilo en las dudas y el pensamiento.

Sé que sería más feliz si compartiera el marco mental (por llamarlo de alguna manera) de los beatos Junqueras, Vaquerizo y McNamara, pero ni querer es poder ni está ya uno para aguantar las pamplinas de merluzos, iluminados y meros mamarrachos. Desbórdese tranquila y democráticamente el bueno de Oriol y siga disfrutando de su fe y de sus dogmas, que algunos preferimos seguir practicando la funesta manía de pensar.