Este jueves se inaugurará en Barcelona la nueva edición del Salón del Automóvil, a la que acudirán el rey de España y el presidente del gobierno, pero no el presidente del gobiernillo, que protagonizará una de sus ya habituales espantadas ante la presencia de esos dos personajes que le recuerdan implícitamente que solo preside una comunidad autónoma. Nueva chiquillada del niño barbudo, quien, por un lado, dice que no le consta la intervención española en la detención de Puigdemont y que la Mesa de Diálogo debe avanzar contra viento y marea, y por otro, no pierde oportunidad de mostrarse grosero y desagradable con sus superiores jerárquicos, más que nada para marcar paquete y que ningún lazi lo acuse de sumiso, autonomista y vasallo complaciente.

De acuerdo, solo estamos ante una nueva jaimitada procesista, muy propia de alguien que no se atreve a declarar unilateralmente la independencia del terruño (entre otros motivos porque controlar la autonomía ya les va bien a él y a su partido, aunque se desgañiten afirmando lo contrario), pero, francamente, este tipo de chorradas ya cansa. No le vamos a pedir a Aragonès que crezca físicamente (la naturaleza no se ha mostrado muy generosa con él, pero no hay nada que hacer al respecto y, además, la sociedad es en estos momentos más sensible a las desgracias de los transexuales que a las de los bajitos), pero sí podemos pedirle que crezca un poco mentalmente y deje de hacer el ridículo en cuestiones oficiales: como principal representante del estado en nuestra milenaria nación, nuestro hombre (y cualquiera que ocupe su lugar) está obligado a recibir al presidente del gobierno de verdad y al representante de esa monarquía parlamentaria que es la España de la que, de momento, forma parte Cataluña. El niño barbudo puede buscarse las excusas que quiera, pero no cuelan. Y las ahora esgrimidas son de risa: resulta que a las cuatro tiene lugar en el parlamentillo regional el Debate de Política General y que una hora antes debe participar en el paripé que le ha montado Laura Borràs a Quim Torra en forma de recepción (segundo encuentro con delincuentes en menos de una semana: ¡enhorabuena, chiquitín!). Así pues, se salta el almuerzo con los incómodos visitantes y que inaugure lo de los coches su tía, ofendiendo también de paso a la industria automovilística catalana. ¡Todo por un gesto supuestamente libertario que nadie se cree y que no conduce a ningún lado!

Yo creo que lo que le gusta a Aragonès es estar a la vez en el poder, en la oposición y, ya puestos, en la clandestinidad. Les da esquinazo al rey y al presidente del gobierno, pero se traslada a Cerdeña para despachar con un fugitivo de la justicia que se dedica a combatir el olvido en el que se está hundiendo a base de dejarse detener en cualquier parte donde sepan quién es. Así demuestra que Cataluña es el único lugar del mundo cuyo máximo mandatario se reúne con delincuentes que deberían estar entre rejas: igual ahí radica nuestro famoso hecho diferencial, pues no recuerdo que el primer ministro británico visitara a Ronald Biggs, el cerebro del asalto al tren de Glasgow, cuando éste vivía en Brasil --en su lugar lo hicieron los Sex Pistols, sin Johnny Rotten, y grabaron con él un tema estupendo, No one is innocent-- ni que el presidente del gobierno español hiciera lo propio en su momento con el Dioni, que también se había refugiado en Brasil y que se tuvo que conformar con una canción deplorable de Joaquín Sabina.

A falta de iniciativas más gallardas (o directamente suicidas), nuestro presidentillo --y no es el único-- ha optado por gamberradas pueriles, muestras de mala educación y provocaciones de chichinabo que no pongan en peligro --¡eso jamás!-- la mesa de diálogo ésa que se ha inventado para hacer como que sigue luchando duramente por la amnistía y la autodeterminación, quimeras en las que no creen ni él ni el beato Junqueras ni nadie con dos dedos de frente en ERC. Las jaimitadas sientan mal, pero salen gratis, como se pudo ver con la retirada de la bandera española tras su último encuentro con Sánchez, pero una cosa es ser bajito y otra, comportarse como un niño malcriado que se resiste a asumir el papel que le ha tocado interpretar en la política de su país. Un país que, a efectos prácticos, es España.