Últimamente se están produciendo por aquí unos gimoteos excesivos que, además, cuesta bastante tomarse en serio. Primero se echó a llorar Leo Messi por la pena que, en teoría, le daba abandonar el Barça (aunque nada más pisar París y tomar conciencia de la pasta que se le venía encima se le dibujó en ese rostro de expresión tan inteligente que Dios le ha dado una sonrisa de palmo y medio). Luego le tocó el turno a la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau, tras ser abucheada por la chusma lazi durante la inauguración de la Fiesta Mayor de Gracia (tuvo que ser defendida gallardamente por el pregonero, Jordi Cuixart, ese héroe de la república). Y ahora me entero de que en la primera fase de la pandemia Quim Torra se pasó varios días llorando de tal manera que tuvo que acabar solicitando ayuda psiquiátrica.
Reconozco que lo de Torra no es nuevo y que podría haberme enterado de la flojera de sus lagrimales hace meses, leyendo su libro Les hores greus, pero para eso debería haberme tragado el presumible fárrago, cosa que no hice. Afortunadamente, mi amigo Xavier Rius, director de E-Noticies, tiene el sentido del deber más agudizado que yo y, aunque con cierto retraso, se ha leído Les hores greus, enterándose así de las lloreras de Torra y poniéndolas en conocimiento del catalán medio o, en su defecto, de mí.
Personalmente, considero que la teoría de que las lágrimas humanizan a los políticos no se sostiene por ninguna parte. Dejando aparte lo de Messi, que es pura jeta, las lágrimas deben reservarse, en mi modesta opinión, al ámbito privado de las gentes del común. A un político no le pagamos para que comparta con nosotros sus debilidades, sino para que haga algo por la comunidad. Si Colau considera que un iluminado y un fanático como Jordi Cuixart es el candidato de consenso ideal para leer el pregón de la Fiesta Mayor de Gracia, allá ella si es incapaz de prever que la plaza se le va a llenar de lazis que la detestan. Si Torra está al frente del gobierno autonómico (o de la república que no existe, idiota), lo que se espera de él es que colabore a dulcificar los efectos del coronavirus, no que se eche a llorar como una magdalena y requiera los servicios de un psiquiatra. En este caso, lo del psiquiatra no es, por otra parte, de extrañar: su forma general de comportarse siempre me hizo pensar que necesitaba algún tipo de ayuda profesional proveniente del mundo de la salud mental. Lo que me parece intolerable es que, sin necesidad de preguntárselo, el hombre nos informe de que cuando nosotros creíamos que se estaba estrujando el magín para mejorar nuestra situación médica, en realidad no sabía qué hacer y solo se veía capaz de llorar de pena por el marrón que nos había caído encima a todos y del que parte de la culpa, claro está, correspondía a las autoridades españolas.
Llorar es una actividad humana (especialmente femenina) que a veces funciona en la vida civil: todos hemos tenido alguna novia que, después de una llorera monumental, se encontraba mucho mejor, más tranquila, más relajada y más serena. A veces no hacía falta ni que se hubiera resuelto el problema que había causado el desahogo: con las lágrimas ya había suficiente. En el caso de Torra, es evidente que el problema no se resolvió, pues seguimos sufriendo las consecuencias del coronavirus, aunque es posible que el expresidente, como ciertas mujeres, encontrase en las lágrimas un efecto lenitivo, una especie de placebo emocional. Y en cuanto a lo del psiquiatra, pues como dice el refrán, no hay mal que por bien no venga: unas charlas con un profesional de la salud mental son algo que no puede hacerle ningún daño al señor Torra.
Y a tenor de su actividad actual, yo diría que funcionaron. Nuestro hombre ya no va llorando por los pasillos del palacete que le hemos puesto en Gerona para que se toque las narices a tres manos, sino que se pasa el día opinando, dando consejos, repartiendo regañinas y diciéndoles a los políticos en activo lo que tienen que hacer y no hacer. Personalmente, preferiría que siguiera deprimido y lloroso, pues molestaría mucho menos, pero no me importa reconocer y aplaudir un triunfo de la psiquiatría, aunque no redunde precisamente en mi beneficio.