La idea que nuestros políticos presos tienen de la dignidad es tan alternativa como la que muestran sobre la realidad. Como viven en un universo paralelo, consideran que todo lo que hicieron estuvo muy bien, que es muy normal pasarse por el arco de triunfo el estatuto de autonomía, la constitución española y la opinión de más de la mitad de la población y que ahora, fugados parte de los juramentados y en el trullo el resto, solo les queda una tremenda dignidad, que se manifiesta, según ellos, en la evidencia de que nadie opuesto a sus delirios puede sostenerles la mirada por la vergüenza y el bochorno que ésta les causa.
Estamos ante la manía más reciente del procesismo, la de que todos deben bajar la vista al mirar a los ojos a los héroes de la independencia. No sé qué pensarán ustedes, pero yo, francamente, no le veo el menor interés a sostenerle la mirada a Jordi Turull, que debe ser muy parecido a clavar los ojos en los de un mochuelo miope, una de las actividades más aburridas que se me ocurren.
Si mi mirada se cruzara con la suya, reconozco que la apartaría, pero no por vergüenza, sino por desinterés. Por el contrario, me veo muy capaz de sostenerle la mirada a Britney Spears, sobre todo en posición horizontal y mientras le acaricio tiernamente las nalgas. En cuanto a la mirada bovina del beato Junqueras, ¿qué les voy a contar?
Luego se quejan de que no les conceden permisos penitenciarios, como le acaba de pasar a Jordi Cuixart --el único catalán que sigue fiel al mullet, ridículo peinado que, extrañamente, no fue utilizado como agravante a la hora de cuantificar su condena--, a quien se le han negado tres días de asueto.
Gran indignación procesista ante la medida, cuando a mí me parece de una lógica aplastante: ¿acaso se dan permisos a pedófilos que no se arrepienten de lo que han hecho y además afirman que, en cuanto puedan, lo volverán a hacer? No se aprecia en el hombre del mullet el menor propósito de enmienda, y se apunta a una incapacidad cognitiva para distinguir la realidad de sus ensoñaciones. De hecho, lo mejor sería enviarlo a un centro psiquiátrico.
Pero él y sus compañeros de presidio insisten en su supuesta dignidad y en que no hay adversario político capaz de aguantarles la mirada, que debe de ser como la de Superman, pero a lo bestia. Tanto confían en ella que hasta un personaje secundario del prusés como la hija de Jami Matamala ha llegado a amenazar al periodista Albert Soler con mirarle fijamente la próxima vez que se lo cruce por Girona (su padre, hombre expeditivo, prefirió en su momento exigirle al director del Diari de Girona que lo despidiera).
La verdad es que, como medida coercitiva, la mirada del procesista impresiona bastante menos que la amenaza tradicional de partirte las piernas o coserte a puñaladas. Mientras se conformen con mirarnos fijamente, la cosa es tolerable: basta con desviar la vista a otro objetivo más interesante. Les aseguro que los hay en cantidad. De hecho, cualquier cosa es preferible a observar al búho Turull o al beato Junqueras: hasta un perro meando tiene más interés que cualquiera de nuestros presidiarios patrióticos; y el perro, por lo menos, ni sabe lo que es la dignidad ni le importa un rábano. Los humanos, por el contrario, somos plenamente conscientes de que la dignidad procesista es a la dignidad lo que la música militar a la música.