Siempre me ha sorprendido --y no para bien-- la admiración y el cariño que nuestros independentistas sienten por Arnaldo Otegi. Personaje recurrente en los medios de agitación y propaganda del régimen --recordemos la foto del sujeto abrazado a Mònica Terribas, cheerleader en jefe del prusés, con el permiso de Pilar Rahola--, cada vez que cae por Barcelona se le recibe como si fuese la reencarnación vasca de Gandhi y los buenos burgueses procesistas se pirran por hacerse selfies con él. La memoria indepe es selectiva, y en ese mundo nadie recuerda la masacre de Hipercor o del cuartel de la guardia civil en Vic. Probablemente, todos piensan, como mosén Xirinacs --mendigo de la paz reciclado en orate paranoico-- que la culpa de lo de Hipercor fue de la policía, que no evacuó el local a tiempo, como pretendían los benévolos gudaris al llamar por teléfono segundos antes de la explosión. Este éxito social de Otegi es lo más preocupante, ya que en TV3 y Catalunya Radio puede pasar cualquier cosa, como que Xavier Graset defina como “gran reserva del nacionalismo” al terrorista convertido en sindicalista Carles Sastre.
Me temo que muchos indepes creen sinceramente que Otegi es un hombre de paz y, prácticamente, un ser de luz. A otros nos parece un cínico que, cuando vio que la vía del asesinato en serie no arrojaba los resultados esperados, se puso el disfraz de humanista y empezó a presentarse como la solución al problema (tras años de formar parte de ese problema). Hay, incluso, quien lo considera un intelectual, cuando basta con su aparición en la película de Julio Medem La pelota vasca para comprobar que es un tipo cerril de ideas fijas: sus reflexiones sobre la pena que le daban esos niños vascos que se pasaban el día delante del ordenador en vez de triscar por los bellos montes de sus alrededores eran propias de un cazurro rural con tintes de troglodita, del típico ser primitivo y provinciano que considera que como lo nuestro no hay nada.
Hace unos días, esta lumbrera apareció en el programa de Ricard Ustrell Quatre gats y se superó a sí mismo al afirmar que se echa mucho de menos a gente como Ernest Lluch, hombre de natural dialogante. Un periodista normal --es decir, que no cobre de TV3-- podría haberle preguntado: “Y entonces, ¿por qué lo asesinásteis, si no tú en persona, sí tus amigos de la capucha?”. Pero Ustrell, consciente del terreno que pisa y de hallarse ante un santo laico para los procesistas, no dijo ni mú pese a la cínica desfachatez del terrorista jubilado.
Nuevo ejemplo de blanqueo de un personaje siniestro, de un farsante que no es quién dice ser. Y dudo mucho que sea el último. La reconversión de una falsa televisión pública en un canal privado para suscriptores fanatizados es cada día más urgente.