Es indudable que el prusés ha seducido a gente de todas las edades, pero tengo la impresión de que el colectivo de mayores de 65 años ha picado el anzuelo con más fuerza que el de los que aún trabajan o todavía no han empezado a hacerlo. Entre estos últimos destaca la estimulante presencia de Joan Bonanit, el muchacho que al final de cada jornada se planta ante la cárcel de Lledoners para darles las buenas noches a los políticos presos.

Al principio pensaba que lo del saludo nocturno era un truco que se había inventado el chaval para librarse de sus padres y quedar con su novia para hacer guarrerías en unos matojos especialmente mullidos que habría localizado en la zona. Pero ahora que aquello parece una discoteca al aire libre y está más concurrido que el cuarto oscuro de un bar gay, no me queda más remedio que reconocerle a Joan Bonanit la buena fe, aunque resulte un pelín preocupante que un chico de su edad no tenga nada mejor que hacer que hablar con unos presidiarios que no pueden contestarle: ¿dónde están los servicios sociales cuando se les necesita?

En cualquier caso, Joan Bonanit tiene toda una vida por delante y aún está a tiempo de convertirse en un adulto normal. Los jubilados, por el contrario, se irán a la tumba con el lazo amarillo en la solapa. Mientras tanto, dan gracias por haber encontrado una causa que los aleje de las pistas de petanca, de las partidas de dominó en el casino y de la supervisión de obras públicas. Aunque no corren ningún riesgo, se sienten osados y desafiantes y, a veces, cuando te los cruzas, lanzan un vistazo a tu solapa, comprueban que no llevas el lacito, te miran mal y vuelven a casa de mejor humor del que salieron. Tras toda una vida contribuyendo discretamente al advenimiento de la república catalana --ya fuese pimplando en Bocaccio, peregrinando periódicamente a Montserrat, suscribiendo a sus hijos y nietos a Cavall Fort o creyendo ciegamente que el Barça es más que un club--, el lazo es el premio que les hace creerse necesarios y que dignifica su pertenencia a las clases pasivas. Si además se dejan timar 10 euros por Puchi para el Consejo de la República, ya están en la gloria, convencidos de estar contribuyendo como el que más a la independencia de la patria.

Hace unas pocas semanas apareció en TV3 uno de esos jubilados, redimido por la escritura de cartas a los políticos encarcelados. Llevaba ya 400, lo que le convertía en el tipo que más misivas había enviado a los reclusos. Y estaba hecho un potro, pues, según él mismo reconocía, las cartas habían venido a llenar un vacío en su vida de jubilado. “Ahora tengo un motivo para levantarme cada mañana”, clamaba, demostrando cómo la desgracia de unos puede ser la dicha de otros. Evidentemente, al eufórico Toni Cruanyes ni se le pasaba por la cabeza la posibilidad de que ese pobre hombre necesitara ayuda psiquiátrica, o que sus misivas constituyeran --como los saludos de Joan Bonanit-- una tabarra más para los héroes de la república. Desde luego, si yo estuviera en el trullo y tuviera que aguantar cada noche a Joan Bonanit --que saluda, se larga y te deja ahí tirado-- y que tragarme cada mañana una carta del jubilator, estaría de ambos hasta las mismísimas gónadas. Es más, creo que me compraría una trituradora de papel y le financiaría a mi guardián favorito un cursillo de francotirador.