Durante el franquismo, las reuniones de los disidentes solían contar con canciones de Paco Ibáñez y Raimon, a quienes no se pedía permiso porque se suponía que eran de la causa. En democracia, los políticos siguen sin pedir la bendición de los autores que eligen: les da igual si el cantante de turno es de su cuerda o no. El último ejemplo de utilización equivocada de una canción lo ha protagonizado Vox al poner en su mitin de Vistalegre una canción de Coque Malla, No puedo vivir sin ti, que es de lo mejor que ha compuesto en solitario el antaño líder de Los Ronaldos. Su venganza ha sido terrible, pues ha consistido en explicar públicamente que No puedo vivir sin ti está dedicada a dos amigos homosexuales, añadiendo irónicamente que le parece muy bien que Vox combata la homofobia. Estamos ante una clara muestra de lo que viene siendo el que te salga el tiro por la culata. Creo que Vox hará bien a partir de ahora en concentrarse en clásicos como El novio de la muerte, canción que también me gusta mucho, más que nada por su delirio conceptual a medio camino entre Marinetti y los dadaístas (confieso que también me divierte mucho la figura desquiciada de Millán Astray, aunque todo parece indicar que era un animal de bellota).
Hace años, el PP adoptó como himno oficioso una de las canciones más infames jamás grabadas, The final countdown, del grupo nórdico Europe, que se alternaba con el tradicional tatá-tatá-tatata-tatá. Los socialistas eran más dados a instrumentales que remitían vagamente a Bruce Springsteen. Y los de Podemos, como son unos rancios, han cerrado el círculo volviendo a Lluís Llach, cuya celebérrima L´estaca también es de rigor en los aquelarres catalanistas.
Las cosas no están mucho mejor en Estados Unidos, como se pudo comprobar hace unos días con la visita a la Casa Blanca de Kanye West, que no está muy bien de la cabeza --ya lo han ingresado en alguna ocasión-- y, por consiguiente, admira a Donald Trump. No sé ustedes, pero yo no había visto una pareja tan demencial desde que Elvis se presentó sin avisar en la Casa Blanca a pedirle a Nixon un carné de agente honorario del FBI para dedicarse a detener narcotraficantes con sus gorrones de la Memphis Mafia. Kanye ya nos tiene acostumbrados a unos monólogos erráticos y majaretas que cada vez ocupan más espacio en sus conciertos, para desesperación de sus fans, pero Trump, que lo miraba como si no diera crédito a lo que estaba pasando, debería agradecerle que, en comparación con el rapero, él parecía el más cuerdo de la reunión. Y puede presentarse tranquilo a la reelección, pues el marido de la mujer con el culo más grande del mundo ya le ha dicho que hasta el 2024 no optará a la presidencia de los Estados Unidos.
Los demócratas deberían estar saltando de alegría, pues tienen a Springsteen, a Paul Simon y a muchos otros valores seguros, pero me temo que el nuevo liderazgo de su causa acaba de caer en manos de la insoportable Taylor Swift, una Barbie de Tennessee que empezó practicando un country fofo y banal y luego se recicló como diva sexy del pop más fofo y más banal. Si los republicanos tienen de portavoz musical a un orate megalómano, los demócratas deberán apañarse con una pepona de lo más cursi. Realmente, las relaciones entre la música y la política no pasan por su mejor momento. ¡Y no quiero ni pensar lo que suena en los mítines de Viktor Orbán o Matteo Salvini!