Quim Torra, nuestro presidente subrogado, da muestras últimamente de un sentido del humor muy retorcido que aplica a los suyos: primero los azuza y luego les envía a los Mossos d'Esquadra. En Barcelona ya lo ha hecho dos veces en los últimos días, con los acampados en la plaza de Sant Jaume y con la turba cargada de odio que se echó a la calle a ver si llegaba a las manos con los policías que se manifestaban el pasado sábado. A los primeros les dio las gracias por su noble actitud y poco le faltó para pagarse una ronda de ratafía: unos días después, los Mossos disolvían el campamento gitano-procesista. A los segundos los anima constantemente con esas arengas en las que parece estar exigiendo a gritos que nos vuelvan a aplicar el 155, pero esta vez en serio, y cuando los zombies patrióticos se concentran para comer carne de madero, los Mossos los muelen a palos, ante la indignación de la CUP, que si sigue en esa línea a lo Baader-Meinhof, acabará siendo ilegalizada, pero no por el Estado, sino por el Parlamento catalán.

En cualquier caso, el espectáculo lamentable de las hordas indepes certificó en la capital de Cataluña que lo de la revolución de las sonrisas ya ha pasado a mejor vida y solo queda odio y mala hostia. "¡Os cortaría la cabeza a todos, hijos de puta!", le gritaba un patriota a uno de los polis españoles. Otro patriota le rompía la nariz a un madero, aunque según Antonio Baños --no hay nada peor que un tonto con mala intención--, ambos estaban compinchados para desacreditar al independentismo. Ya sé que hay que ganarse la vida, Antoñito, pero no cuela: nadie se deja romper la napia para denigrar al enemigo. El odio de los indepes es como el de cualquier otro: fanático, violento e intolerante. Puede adoptar una forma evidente --una nariz rota-- o puede insistir en el tradicional tono pasivo agresivo --los que pasaron la noche al raso en la plaza de Sant Jaume para que no se colara el fascismo en tan sagrado lugar, como la señora que vi por la tele que, no contenta con perder el tiempo en la plaza, entretenía la espera del fascismo leyendo el libro de Joaquim Forn sobre sus experiencias en el trullo, versión nostrada del célebre texto de Oscar Wilde Balada de la cárcel de Reading--, pero solo es odio.

No sé si han dado cuenta los indepes de que quien los azuza es el mismo que los reprime, un pobre diablo que, además de limitarse a recibir órdenes desde Waterloo, sabe que lo único que puede hacer es quejarse y chinchar y prometer cosas que no puede cumplir: si abre los calabozos de Lledoners, los amigotes encerrados se negarán a salir y él se sumará a la población reclusa. Ciertamente, hay un antes y un después del 1 de octubre, pero no en la línea que celebra el soberanismo con la inestimable ayuda de TV3, sino en la que comentó Pedro Sánchez cuando le dijo a Torra que ya sabía el destino que le esperaba si seguía en sus trece.