Baroja dejó dicho que los españoles tienen una solución infalible para todos los problemas: ignorarlos. Se trata de una fórmula tan eficaz como terminal. Muerto el perro, ya no hay rabia que le sobreviva. La frase describe con milagrosa exactitud la conducta de nuestros políticos ante el último gran asunto nacional; obviando, claro está, el serial catalán. Se trata de la decisión del Gobierno de pedir un préstamo de 15.000 millones para pagar este año las pensiones. La decisión confirma los peores augurios: la Seguridad Social carece de fondos suficientes con los que asumir sus compromisos (a corto plazo) con los mutualistas públicos, que suman 8,6 millones de personas, el 18% de la población. Este jubiloso club consume el 40% del gasto social, según el presupuesto de 2017. Sus nóminas equivalen al 11% del PIB.

Las pensiones van a condicionar el escenario político inmediato y alterarán probablemente hasta la propia estructura social del país. Los expertos auguran un colapso del sistema si no se toman medidas. Ellos las llaman reformas. Nosotros, que nos debemos a la verdad, recortes. Se nos viene encima un tijeretazo de un mínimo del 30% en el actual importe de las prestaciones. Las razones oficiales son conocidas, lo que no quiere decir que sean ciertas: los gastos no dejan de subir --se incrementarán exponencialmente en las próximas décadas-- y los ingresos no aumentan. Con independencia de quién gobierne, los españoles vamos a tener que convivir, salvo muerte prematura, un hecho que pronto empezaremos a considerar un consuelo, con un modelo social calamitoso que no será capaz de garantizar ni los 956 euros de media asistencial. De la renta mínima universal, mejor ni hablamos. Somos un país envidiable. Tenemos sol, miseria y cerveza para repartir. ¿Quién puede pedir más?

El deterioro de la Seguridad Social es el final de un proceso que comenzó hace ocho años, cuando Zapatero quebró un país que se creía rico y al que no le importaba ser ignorante. El dinero se esfumó, pero la incultura permanece. Se rescató a la banca --la factura costó 60.000 millones--, se facilitó el despido, se subieron los impuestos y se hizo una devaluación interna de salarios y rentas que nos hizo regresar a un pasado que creíamos haber superado definitivamente. El Rey abdicó. El bipartidismo se fracturó. Y la pobreza, esa quevediana cristiana con cara de hereje, reapareció. El PP ha consumido desde entonces el 90% de la hucha de las pensiones, que ha pasado de los 66.000 millones a 8.000. Los socialistas han planteado esta semana cobrar nuevos impuestos a la banca --que trasladarán a sus clientes-- para garantizar el pago a los pensionistas. Los bancos han respondido lanzando el mensaje de que aún no ganan suficiente dinero para asumir este impuesto social. Si nadie hace nada, la cera se consumirá pronto. Lo previsible es que las pensiones se hundan y, al mismo tiempo, los políticos incrementen la presión fiscal y eliminen --un asunto que el PSOE disimula-- las escasísimas bonificaciones de cotización que existen.

Con independencia de quién gobierne, los españoles vamos a tener que convivir con un modelo social calamitoso que no será capaz de garantizar ni los 956 euros de media asistencial

Las promesas electorales de rebajarlas, entre ellas las de Cs y Podemos, se olvidaron al sentarse a negociar la ley de autónomos, que es un chiste en relación a las necesidades de muchos empresarios y trabajadores por cuenta propia. El círculo se ha cerrado: la reforma laboral del PP no sólo ha destruido millones de empleos. Ha cambiado el concepto del trabajo --un empleo ya no da para sobrevivir--, ha precarizado el esfuerzo de la gente y está cerca de conseguir la destrucción del sistema social. Éste es el cuadro de la España real. Parece una tragedia suficiente para no andar buscando patrias imaginarias, pero en este país surrealista llevamos décadas preguntándonos qué somos mientras nuestros políticos --de todo signo y condición; en esto no hay ninguna diferencia-- viven como los antiguos dioses paganos gracias a la sentimentalidad aldeana y a la ignorancia económica general. Tal como están concebidas, las pensiones son una absoluta estafa. Consisten en que algunos paguen durante toda su vida un impuesto por trabajar legalmente merced al cual otros dejan de hacerlo. Es el famoso sistema del reparto (ficticio). Gracias a él bastantes profesionales recogen menos de lo que han dado a lo largo de toda su vida laboral. Otros, en cambio, ingresan más. La desigualdad en España empieza con el desajuste entre lo que pagas y lo que recibes del Estado.

Lo que algunos no comprenden --todavía-- es que en el mundo que ya está aquí las relaciones laborales se están extinguiendo para transformarse paulatinamente en mercantiles. El trabajo antes era un derecho que pasaba de generación en generación. Ahora sólo es una mercancía mal pagada y con una fecha de caducidad prematura. En España se dan por amortizados a muchísimos profesionales con 45 años --veinte años antes de que culminen su carrera como cotizantes-- sólo para competir reduciendo costes, en lugar de creando riqueza. El problema no es aceptar esta realidad, que hace tiempo que ya está en la calle. La cuestión capital es cómo sustentar un Estado social sobre estos cimientos.

Subir los impuestos y las cotizaciones, cuya cuantía no depende de los ingresos reales, sino de una tarifa plana calculada para que la Seguridad Social cuente con un suelo de ingresos fijos, no es ninguna solución: ambas medidas no recaudarán más, sino menos. La administración en esto es absolutamente ineficaz. Sólo en gestionar las pensiones pierde casi un tercio de los recursos que reparte. Mientras, las autonomías, esos virreinatos de reyezuelos absolutistas donde un único pensionista mantiene a varias generaciones con su paga, nos cuestan 86.000 millones, cinco veces el gasto en pensiones. Si los ciudadanos no abrimos los ojos esta estafa proseguirá hasta asentarnos en la ruina. Nuestros hijos no van a pagar nuestras pensiones porque o no trabajarán o no podrán sobrevivir. Si nuestra economía es low-cost, nuestras pensiones también lo serán. Hace mucho tiempo que tenemos trabajadores que no son ni mileuristas. Ahora tampoco lo serán los pensionistas. No es el futuro. Es el presente.