La vida es una extraña sucesión de ambivalencias. La política, un caudal de ambigüedades. Este martes, el mismo día que la Fundación la Caixa inauguraba en Valencia su CaixaForum, obra del arquitecto Enric Ruiz-Geli, con Isidre Fainé, Ximo Puig y Joan Ribó dedicándose petaladas, que es lo habitual en estos casos, la vicepresidenta de la Generalitat valenciana, Mónica Oltra, criatura quebrada del Botànic, dimitía entre lágrimas y llantos alegando que su imputación judicial --por una supuesta negligencia (y acaso mala fe) a la hora de proteger a una menor de la que había abusado su exmarido-- suponía una “victoria de los malos”.
La exposición elegida para abrir el centro cultural, comisariada con el British Museum, está consagrada a los faraones de Egipto. Mejor dicho: a sus vestigios, porque dejaron de existir hace milenios. No se nos ocurre metáfora con mayor alcance sobre la evaporación del poder terrestre. Los imperios caen, las civilizaciones se hunden. La ciencia y el progreso técnico no se detienen, pero la política y la moral (pública) retroceden en paralelo al vuelo de Ícaro de una generación de gobernantes --aquella nueva política-- que ha hecho de su vida personal, sus frustraciones y sus ambiciones asuntos de interés general, convirtiendo así el espacio común en una pasarela llena de starlets. Nunca hubo en España una estirpe de dirigentes más enamorada (en menos tiempo) de sí misma que ésta, que ahora vive como un drama incomprensible su ocaso súbito. El fin de su propia autoficción. El retorno (imperfecto) a la política adulta.
La obsesión de Narciso --el culto a uno mismo-- es una de las obstinaciones de cualquiera que ambiciona el poder y la notoriedad, dos atributos que, desde antiguo, explican la pulsión política. La gran diferencia con respecto a nuestros días es que, junto a tales vicios, quien representaba a los ciudadanos o administraba el dinero público antes intentaba compensar dicho embellecimiento con algún logro de gestión, idea o balance. Todo esto desapareció hace mucho tiempo del mapa. Desde hace una década, coincidiendo con el terremoto social de 2008 y el fenómeno pasajero y estéril del 15M, bastan y sobran las buenas intenciones para merecer no ya una canonjía pública, sino el derecho (sin límite) al delirio. La impunidad perpetua.
Se vio pefectamente con el procés en Cataluña, impulsado por una generación de ignorantes acostumbrados a que sus actos no tuvieran consecuencias económicas y vitales, o en espejos como el de Pablo Iglesias, que asaltó el Ejecutivo por la gatera gracias un pacto con Pedro Sánchez tras las segundas y calamitosas elecciones de 2019. Lo que arruinó su estampa, además del dogmatismo sin trabajo, fue la autoadoración. Aquel gesto vanidoso de someter a una consulta con las bases la compra de su chalé en Galapagar y la huida de Vallecas.
La vida privada explica, mejor que cualquier politólogo, las actitudes públicas. En el caso de Oltra es una máxima exacta: su renuncia, forzada por un PSOE hundido tras la debacle del 19J en Andalucía, a un paso de su pasokización, evita una destitución obligada (que ya estaba más que decidida) e intenta salvar el pacto del Botànic. Será en vano: la cohabitación entre los socialistas, lo que queda de Podemos, los herederos del PCE y la galaxia de confluencias que decían encarnar “otra forma de hacer política” parece transitar aceleradamente hacia su ocaso, devolviendo el centro de gravedad de la España oficial a un bipartidismo al que le ha bastado esperar para ver derrumbarse a sus bárbaros, sin necesidad de acometer reformas.
Con independencia de su futuro desenlace judicial, a Oltra había que haberla destituido por identificar el interés colectivo con su melodrama íntimo. Y por estética. Nadie en su sano juicio sobrevive al efecto radioactivo que tuvo la pachanga que Compromís organizó en defensa de su líder. Los verdaderos verdugos de la exvicepresidenta son sus propios compañeros de partido. La piedad, virtud cristiana, hubiera aconsejado no sólo contención y decoro, sino decirle la verdad a la encausada: es mejor despedirse con dignidad que en una fiesta de la espuma camuflada bajo el aspecto de un karaoke mediterráneo, con lacrymosa destinada a la madre y una sentida apología en defensa de la estirpe familiar.
Todas estas cosas conviene hacerlas en privado, si es que se necesitan. Perpetrarlas con un gorro naranja delante de un cartel mentiroso --Som molt de tu. Som molt d’ací. Som molt del poble-- no ayuda. El espectáculo, más que festivo, fue lamentable. Oltra se mostró como un juguete roto, incapaz de aceptar que el mismo rigor moral que siempre exigió a otros se le aplicase a ella. La gente educada no confunde una patria (inexistente) con sus efluvios sensibleros. Tampoco ejerce de víctima profesional. Lo dice El Quijote: la llaneza es el único antídoto ante la afectación de unos populistas en prácticas que no han abandonado el parvulario y que, en lugar de un parlamento, ansían la alfombra roja de un festival de cine.
Oltra no es un caso único. Es un arquetipo es general. El indicio categórico de una verdadera epidemia: la de los gobernantes celebrities, que no quieren mejorar el mundo, sino sentir la serotonina del Kodak Theatre. No es que aquellos nuevos políticos no estuvieran preparados para gobernar. Es que no concebían --ni conciben-- la realidad. La existencia es una suma de frustraciones. Superarlas otorga dignidad y auctoritas. Lloriquear no es un acto de sinceridad espontánea ni tampoco un gesto airado de furia. No es más que pura impotencia. Los cuentos no siempre son de hadas. Unos tienen final feliz, otros no. Basta haber leído a Edgar Allen Poe.