El Gobierno y los agentes sociales llevan semanas discutiendo si es pertinente o no para la economía patria subir los sueldos. La ministra del ramo, Fátima Báñez, madre de la infame reforma laboral que destruyó millones de empleos y ha provocado, un lustro después de su entrada en vigor, el empobrecimiento exprés de buena parte de las familias, ha dicho que ya es hora de invertir la tendencia e incrementar --levemente-- los salarios. Retórica de ocasión. Sus palabras no van acompañadas de ninguna iniciativa legislativa. Confía la posible solución a la voluntad de empresarios y sindicatos, cuyo hipotético acuerdo sólo es orientativo. Los datos oficiales del paro siguen arrojando las luces intermitentes de la ficción estadística creada por nuestros políticos para simular que el muerto mejora. No es verdad. Todo sigue igual.

El trabajo, si existe, se ha vuelto volátil y efímero. Muchos sueldos ya no dan para vivir. Ambos conceptos, tal y como los entendíamos hasta 2008, se han diluido. De ahí que la discusión salarial colectiva sea una cuestión neutra ante el principal problema social del país, que sigue sin resolver mientras los nacionalistas juegan a la independencia imposible, los jacobinos de Podemos pierden el oremus, el PP continúa sordo y ciego ante la realidad y los socialistas preparan la segunda fase de sus particulares guerras civiles. Madrid ha acogido los eventos mundiales del movimiento LGTB, Barcelona sufre los estragos del turismo-plaga y Sevilla espera que el desierto no la alcance este verano. Estamos muy entretenidos, es cierto, pero el empobrecimiento general, la desaparición de las clases medias --fenómeno especialmente intenso en Andalucía-- y la absoluta falta de expectativas de los jóvenes, que es una constante de nuestra democracia, no parecen preocupar en exceso a nuestros próceres.

El empobrecimiento general, la desaparición de las clases medias y la absoluta falta de expectativas de los jóvenes no parecen preocupar en exceso a nuestros próceres

Nuestra política se parece a un juego de rol: cada actor representa su papel, pero la historia carece de un guionista que oriente la trama hacia algún sitio. Todo es incertidumbre. La realidad cotidiana se ha vuelto un fundido en negro. El INE confirma en su último informe sobre los salarios que los sueldos más numerosos, incluso en sectores que van bien, como el turismo, casi no dan para vivir: 16.500 euros brutos que, descontando impuestos, no llegan ni a 1.000 euros al mes. Restando los gastos mínimos de vivienda o alquiler, esta cifra queda reducida a la mitad: el entorno estadístico de la subsistencia. De este destino sólo se salva la industria energética, cuya factura mensual es un atraco perpetuo y, por supuesto, el sector financiero, que siempre gana. Todos los demás somos galeotes encadenados a un barco que se hunde. Las nuevas empresas están externalizando sus costes laborales. Han convertido el trabajo en una mercancía al transformar a los antiguos empleados en proveedores.

La reciente ley de los autónomos, vendida como un logro, se ha aprobado olvidando el problema diario de miles de profesionales por cuenta propia: cómo alcanzar una cifra mínima de facturación que les permita pagar unas contribuciones sociales que --estructuralmente-- siguen siendo injustas, al no ligar su importe a la facturación real. Es un parche vergonzoso. No parece que haya nada que celebrar al respecto si tenemos en cuenta que trabajar por cuenta propia es la única salida del túnel tanto para los jóvenes como para los mayores de 40 años. No es que en la España de 2017 exista más desigualdad. Sencillamente es que no hay porvenir. ¿Quién lo iba a decir? Cuarenta años después, se cumple la profecía punk de los Sex Pistols: "God save the Queen / Theres no future No future for you".