Los españoles caminamos de nuevo hacia las urnas --si una sorpresa de última hora no lo remedia-- sin que una de las cuestiones capitales de nuestra democracia haya sido resuelta: el tamaño del Estado autonómico. La cuestión, en teoría, está regulada en la Constitución, que estableció dos vías distintas para acceder al autogobierno y toleró, amparándose en un argumento histórico que tiene muy difícil encaje para cualquiera con un mínimo de sentido común, la excepcionalidad foral. Se trata, sin embargo, de un espejismo: la España territorial actual es un constructo de la partitocracia que nos gobierna. Se ha desarrollado mediante sucesivos pactos coyunturales --en función del interés político de cada momento-- que después se incorporaban a lo que los juristas llaman el bloque constitucional.

Es pues un sistema post-constitucional, aunque se acoja a los principios –excesivamente generales– de la Carta Magna. Un sistema hecho a mayor gloria de nuestros políticos. A ningún ciudadano se le ha preguntado nunca de forma directa cuál quiere que sea el tamaño de las autonomías, sus competencias y sus límites. Se trata de una herencia más de la Transición, donde la patria se proclamaba, pero no se sometía a votación. Los estatutos regionales, sancionados mediante referéndum, no son representativos: apenas una minoría social los ha votado en regiones tan importantes como Cataluña o Andalucía. En 2006 los catalanes que participaron en la consulta del Estatut no alcanzaron la mitad del censo. Un año después sólo un 36% de los andaluces opinaron sobre el suyo. No parece que hubiera entonces excesivo entusiasmo.

La indiferencia ciudadana, sumada a un sistema electoral que ignora a quienes no votan, ha permitido que las tensiones territoriales, que tienen paralizado al país, sean un monopolio (extraordinariamente rentable) para las élites de cada autonomía, inmersas en una carrera sin fin por reclamar competencias y dinero al mismo tiempo que recortan los servicios públicos. Es hora de discutir el cierre del modelo autonómico de una vez por todas, aunque este proceso cause pavor en el puente de mandos de casi todos los partidos.

El desafío independentista alimentó la creencia de que, igual que un péndulo, la opinión pública comenzaría a dudar si la cuestión autonómica se había convertido en un dislate. El último sondeo del CIS certifica que la opinión de los ciudadanos dista de ser unívoca, como quieren hacer creer los nacionalistas de cualquier signo. Hay disparidad de opiniones y una idea común: debemos volver a pensarnos. Y de otra forma. En Madrid, donde se creó una autonomía artificial, un 23% de los consultados por el CIS desea una recentralización que incluya la desaparición de los autogobiernos. En Barcelona, en cambio, un 53% de los ciudadanos reclaman mayor autogobierno, aunque la secesión sólo cuente con el apoyo de un 26%. Ni en la capital de España la visión de las autonomías es inquisitorial –casi el 40% de los consultados por el CIS ve bien que cada territorio cuente con sus propias instituciones– ni en la Ciudad Condal el lazo amarillo es mayoritario, ya que un 66% de sus habitantes hace un balance bastante positivo de la fórmula autonómica.

Los ciudadanos, en líneas generales, se sitúan en posiciones intermedias, lejos de los extremismos. Hay quien interpreta estos datos como un indicio de la satisfacción de los españoles con las autonomías. Es una forma de verlo. La realidad es bastante más preocupante: el 60% de los ciudadanos no está contento con la forma institucional de su  propio país. Ningún modelo de Estado puede depender de los intereses coyunturales de los partidos políticos. Requiere un amplio acuerdo social y un marco temporal estable. Algo imposible de conseguir en esta España demencial donde, en lugar de medir en términos de eficacia la descentralización –que es el eufemismo que se utiliza para referirse a la proliferación de virreinatos–, todo se discute a partir de los los sentimientos personales y los delirios de la tribu. España se convertirá en un país civilizado el día en el que la evaluación de las políticas autonómicas sustituya a la miserable gasolina de la identidad. Cuando dejemos de preguntarnos quiénes somos –eso es cosa de cada uno– para discutir cómo estamos –todos–.