La política posmoderna es, sobre todo, un relato. No consiste en hacer, sino en parecer. Rara vez gestiona, pero no deja de contar imposturas. Un símil permite explicarlo: igual que en el siglo XIX las novelas por entregas entretenían con sus inverosímiles fábulas a los lectores de los periódicos, los políticos --protagonistas y autores de sus propias epopeyas-- administran el dinero y el futuro de casi todos mientras nos distraen con una mezcla de suspense, teatralidad mala y argumentarios para lerdos. El sistema --al menos para la mayoría de ellos-- funciona. Con la diferencia de que la audiencia no está protegida ante sus ficciones: las sufre.

Uno de los hechos, en apariencia asombrosos, de estos tiempos es el ascenso de Vox. Hay quien lo achaca a la creciente desafección ante los partidos tradicionales; otros responsabilizan también a los independentismos, sobre todo en el caso de Cataluña, como causa del resurgimiento del nacionalismo castizo. El populismo, por resumirlo a la manera de los tratados científicos, ni se crea ni se destruye, únicamente muda de máscara. Habita siempre entre nosotros. Ninguna de estas explicaciones anula al resto. Son complementarias.

Siendo probables, parecen insuficientes para explicar esta oleada de patrioterismo regresivo, aunque se presente con rasgos del paradigma de la cultura digital. Vamos a comprobarlo, en apenas cincuenta días, en Andalucía, donde el PP ha decidido adelantar las elecciones autonómicas ante el pánico a que los legionarios ultramontanos de Abascal, capitaneados por Macarena Olona, Lady Patria, terminen gobernando la región más poblada de España, frontera con África y termómetro histórico de los humores de la política española.

Hace tres años y medio fue en el Sur donde Vox irrumpió por vez primera en una cámara legislativa. Los ultramontanos pasaron de dar mítines subidos en un banco a los transeúntes a propiciar el hundimiento, tras 36 años de hegemonía, del socialismo meridional, creador y actor único del autogobierno regional. Desde entonces hasta ahora, la fórmula trumpista, en principio restringida a ámbitos reaccionarios y nostálgicos del pretérito, ha ido ensanchando su base electoral. Su sociología ha dejado de ser de derechas --aunque su ideología incida en cuestiones que parecían superadas por el decurso del tiempo-- para convertirse en transversal.

Vox recibe ya votos de sectores sociales humildes, los más castigados por las sucesivas crisis y el desempleo, ámbitos muy dispares y perfiles antagónicos. A todos les une lo mismo: la desconfianza ante los partidos tradicionales y una sensación (subjetiva o cierta, eso viene a dar lo mismo a efectos electorales) de incertidumbre vital. El partido de Abascal, una espina surgida del PP de Aznar, cuenta con un suelo de votantes sólido y en alza. Mientras más crece la desgracia --pobreza, precariedad, encarecimiento de la vida-- sus votos se multiplican, aprovechando un factor político que, desde la Transición, parecía arrumbado: el quebranto.

Según el aserto de los antiguos socialistas, las mayorías absolutas del felipismo obedecían un principio: el PSOE ganaba las elecciones porque era el partido que más se parecía a la España real (de antes). La progresión exponencial de Vox evidencia que, incluso en territorios como Andalucía, el cuadro social de los últimos cuarenta años ha cambiado por completo. Los ultramontanos ya no asustan. Han logrado una síntesis disruptiva: defender el retorno a principios absolutistas con medios contemporáneos. Sobre todo entre los más jóvenes.

El fenómeno tiene que ver con la retórica de la simplicidad y la inmediatez, no con la verdad. Las perfomances de Olona circulan por las plataformas de los móviles --especialmente Tik Tok-- y una red de bots replican en Twitter, Facebook e Instagram sus mensajes. Frente a esta contaminación digital, el PP ha renunciado a su marca en Andalucía --Moreno Bonilla ha diseñado una campaña basada en su persona, similar a la de Feijóo en Galicia-- y se mimetiza al antiguo PSOE meridional, mientras las izquierdas tratan de conservar sus votos mediante admoniciones contra la extrema derecha.

Desde 2018, los ultramontanos han incrementado sus votantes en el Sur en 469.909 personas. Son más que las perdieron los socialistas con Susana Díaz, retirada (a nuestra costa) en el Senado. El PSOE andaluz trata de movilizar a sus alcaldes --que gobiernan el 60% de los ayuntamientos-- para que las autonómicas andaluzas no se limiten a una batalla con armisticio entre las dos derechas. La gente --admiten muchos regidores-- no reacciona. Han dejado de creer en los políticos para confiar la administración de su desesperación a los demagogos. Probablemente porque ya no existe distinción entre ambas categorías. La ciencia-ficción de las redes sociales, ese magma donde se mezclan la verdad y la mentira y el debate cede su espacio al asentimiento o a la ira, ha suplantado a la vida auténtica. El futuro empieza a parecerse mucho a la pesadilla del peor de nuestros pretéritos.