La posibilidad de un indulto en caso de condena a los políticos independentistas juzgados por el Tribunal Supremo se ha convertido en uno de los temas estrella de la campaña electoral.

El debate nace de unas declaraciones de Miquel Iceta hace ya un año, en las que abogaba por el indulto en aras a la reconciliación de los catalanes. Posteriormente la Delegada del Gobierno en Cataluña se manifestó en el mismo sentido, y el Presidente del Gobierno ha mantenido la ambigüedad.  Por su parte, los partidos de la oposición de centro y derecha se han manifestado en contra del indulto.

Como en casi todos los temas el debate puede simplificarse: a favor o en contra, sin matices. En campaña electoral es casi imposible un debate sereno. Pero cuando llegue el momento, si hay condenas, el tema debe ser tratado con la complejidad que comporta, sin simplificaciones en favor o en contra.

Antes de expresar mi punto de vista conviene recordar el sentido del indulto y su regulación legal. Su ley reguladora es de 1870 y fue modificada en 2015. El indulto es una medida de gracia que comporta el perdón de la pena, total o parcial, no se extiende a la responsabilidad civil y costas procesales, exige sentencia firme, y se distingue de la amnistía en que esta cancela el delito.

En última instancia es una prerrogativa del Gobierno  y no puede ir en detrimento del prestigio de los tribunales. Por ello debe ser razonado y basarse en motivos que no cuestionen la adecuación a la ley de la sentencia. La doctrina vincula el indulto a la reinserción del condenado, a su arrepentimiento, a su compromiso de no volver a delinquir.

En el caso del llamado juicio al procés, los acusados que, en su caso, fueran condenados, podrían obtener un indulto total o parcial, por ejemplo de las penas de cárcel, pero no de las de inhabilitación, y podría afectar a todos los condenados o sólo a aquellos que se comprometieran a no volver a cometer el delito por el que fueran, en su caso, condenados.

En mi opinión, un indulto en un caso como el que nos ocupa sólo puede fundarse en motivos de interés general. Sin duda, la reconciliación entre catalanes sería una buena razón.

El Gobierno de turno habrá de valorar si el indulto ayuda al objetivo de la reconciliación, a la normalización de la vida política o, al contrario, es percibido como una muestra de debilidad, de impunidad, de sometimiento a intereses coyunturales o al pago de favores políticos. Para que sea un acto en favor de la reconciliación, el indulto no puede ser un acto unilateral del Gobierno sin contrapartida alguna. Debe servir realmente a la reconciliación de la sociedad catalana. Por ello, cualquier potencial indultado, además de la aceptación de la legalidad y la renuncia a volver a conculcarla, sería preciso que condenase y combatiese cualquier tipo de violencia en Cataluña. Que dejen de pedir a los CDR que aprieten, que se deje de acosar a los disidentes y de impedir la libertad de expresión.

Ya he dicho que el indulto no puede ser un signo de debilidad, una descalificación de los tribunales, una patente de corso que favorezca la reiteración delictiva. En Cataluña, como en todas partes, una parte de la población se adhiere al que cree más fuerte. La historia nos da muchos ejemplos. Una de las bazas del nacionalismo catalán es hacer creer, pase lo que pase, que siempre gobernarán en Cataluña. A más credibilidad, objetivo verdadero de los líderes independentistas y de los poderosos que les prestan apoyo o les cubren la retirada, menos posibilidades de que la situación mejore.

Ahora que tanto se habla de la necesidad de un relato alternativo al secesionista, el constitucionalismo ni puede reforzar el independentismo con un indulto total e incondicionado, ni permitir su victimismo no ofreciendo una reconciliación verdadera. Por ello se ha de hablar de indulto y dejando claro el alcance y las condiciones. No se trata de que los independentistas renuncien a sus ideas, pero sí que se sometan al Estado de derecho y que reviertan la muerte progresiva de la democracia en Cataluña.