La escritora Josefa Amar y Borbón / ARCHIVO

La escritora Josefa Amar y Borbón / ARCHIVO

Pensamiento

Josefa Amar y Borbón, el feminismo ilustrado

La escritora propugnó la fuerza del intelecto frente a la debilidad de los sentimientos

5 mayo, 2019 00:00

Nació en Zaragoza en 1749, hija de un médico de cámara de Fernando VI, que fue también catedrático de anatomía en la Universidad de Zaragoza. Tuvo seis hermanos y cinco hermanas. Su hermano mayor Antonio, fue virrey, capitán general y presidente de la Audiencia de Nueva Granada en 1802. Josefa tuvo una buena formación humanística. Tendría como preceptores a Rafael Casalbón y Antonio Bardejo, que le enseñaron bien latín, griego, francés, italiano e inglés. Se casó a los veintitrés años con Joaquín Fuertes en un clásico matrimonio de conveniencia. Él era mucho mayor que ella y sobrino del médico Andrés Piquer. El matrimonio tuvo un hijo, Felipe, nacido en 1775, que moriría en 1810 a los 35 años como oidor de la audiencia de Quito en su intento de reprimir el movimiento insurgente latinoamericano del momento.

Josefa ingresó en 1782 en la Real Sociedad Económica Aragonesa, la primera mujer que perteneció a esta asociación. En 1787 se incorporó a la Junta de Damas de Madrid. Su marido murió en 1798. La labor intelectual de Josefa fue intensa. Conoció bien la obra de los ilustrados franceses y británicos. Tradujo los seis tomos de la obra del jesuita expulso Francisco Javier Llampillas, que defendió la cultura española del siglo de oro frente a las críticas de abates como Tiraboschi y Bettinelli.

Fue muy crítica con el clero integrista (significativamente tradujo el plan de Francesco Grisolini respecto a la instrucción de los párrocos) y su feminismo ha sido con razón valorado en los últimos tiempos por varias historiadoras españolas como María Victoria López-Cordón.

Su Defensa del talento de las mujeres y de su actitud para el gobierno dejó muy claro que “ninguno que esté medianamente instruido negará que en todos los tiempos y en todos los países ha habido mujeres que han hecho progresos hasta en las ciencias más abstractas”. Esta obra se publicó en 1786 y cuatro años más tarde escribió su Discurso sobre la educación física y moral de las mujeres, obra en la que defendía que el cerebro no tiene género y que la aptitud de las mujeres era igual por naturaleza a la de los hombres. La diferencia está en la educación de hombres y mujeres. Consideraba que, ante todo, debía mejorar la educación para las mujeres que haría que éstas fueran más útiles y más felices. La buena educación, en cualquier caso, para ella, “enseña a hacer buen uso de las leyes y hablar de lo justo y a escuchar” postulando la importancia de la educación doméstica que deben hacer las madres.

Su condición elitista nobiliaria está en todo momento presente en su obra. Su propio feminismo merece alguna matización. Significativamente escribe: “No se hablará de aquellas mujeres de la clase común que les basta saber hacer por sí mismas los oficios mecánicos de la casa”. Sus raíces culturales remiten al erasmismo en tanto que expone que “la virtud se debe enseñar más por ejemplos que por preceptos”, la distinción entre superstición y devoción y la apología de la lectura de la Biblia sin intermediarios controlando siempre las pasiones. Respecto al matrimonio subrayó que había muchas posibilidades de infidelidad (“la mujer sufre amarguras o porque éste se ha cansado de ellas y la trata con frialdad y dureza o porque no contribuyen con lo preciso al gasto de la casa o porque los hijos salen de malas inclinaciones o porque sobrevienen de desgracias temporales”).

Las mujeres, según ella, debían cumplir con sus obligaciones y rescatar tiempo para el placer del estudio que supone “depender lo menos que se puede de los demás”. Emocionalmente fría, Josefa consideraba que la pasión amorosa es la que “más engaña bajo la apariencia de la felicidad, la que precipita a mayores extremos y cuyas consecuencias son más terribles”. Su modelo conyugal radicaba en el “mutuo aprecio” partiendo, eso sí, de que “la mujer, como decía Jenofonte, podía mandar y saber las cosas mejor que su marido”. Huyendo, en definitiva, de los tiempos del amor sentimental, situó la relación matrimonial en el ámbito de la correlación de fuerzas de género y capacidades de poder. La fuerza del intelecto frente a la debilidad de los sentimientos.