El mito de la exclusión catalana de América

El mito de la exclusión catalana de América

Pensamiento

El mito de la exclusión catalana de América

Al contrario de lo que asegura el nacionalismo, los catalanes pudieron comerciar desde el primer momento con el Nuevo Mundo

11 febrero, 2018 00:00

Hace casi cuatro décadas que Carlos Martínez Shaw publicó un estudio donde recopilaba numerosos testimonios que demostraban la presencia de comerciantes catalanes en América desde fechas muy tempranas. Ningún súbdito de la Corona de Aragón estuvo excluido de participar en el proceso de colonización del Nuevo Mundo. Fue en el siglo XIX cuando la historiografía catalana difundió que los catalanes habían quedado al margen del comercio con América desde 1492 hasta 1778, fecha del decreto de libertad de comercio de Carlos III. Los falsos argumentos han sido repetidos una y otra vez hasta ayer mismo: los catalanes participaron y financiaron viajes de Colón, pero bien pronto fueron considerados extranjeros y, por tanto, fueron excluidos de los beneficios de la colonización. Esa marginación fue la causa la decadencia económica de Cataluña durante los siglos XVI y XVII. Con la llegada de los Borbones, los catalanes comenzaron a participar en el espacio económico americano, a cambio de ser castellanizados.

Al no existir ninguna ley de exclusión, los historiadores nacionalistas partidarios de esa tesis se remiten al testamento de Isabel la Católica, en el que se expresa que las tierras descubiertas se incorporaban a la Corona de Castilla. Puede resultar sorprendente pero no se ha hallado ningún documento que confirme que dicha disposición fuese aplicada. Todo indica que ese fue el deseo de la reina, pero que nunca tuvo valor legal.

Fernando el Católico, Carlos V y Felipe II

Romà Pinya en su libro sobre la exclusión (1990) dudó sobre la participación de catalanes en la aventura americana entre 1504 (fecha de la muerte de Isabel) y 1550. Martínez Shaw admitió que debieron ser años de disposiciones y contradisposiciones, unas vacilaciones muy habituales entre los legisladores "ante la novedad radical del descubrimiento de América". De cualquier modo, ningún historiador serio defiende que la opción castellanista de Isabel prosperase. Se conoce una cédula de 1505 por la que Fernando el Católico autorizó a todos sus súbditos el paso a América. Poco le importó el testamento de su mujer.

Esta apertura fernandina fue continuada por Carlos V que la amplió a partir de 1524 a los súbditos de sus otras posesiones europeas. Esta actitud liberalizadora y europeísta se corrigió a partir de las quejas planteadas en las Cortes de Toledo de 1538 cuando se suprimió la admisión de extranjeros no españoles. Es decir, los catalanes siguieron comerciando e instalándose en tierras americanas después de esa fecha, una actividad que no podían realizar otros súbditos de los reyes como los flamencos o los italianos; la razón es bien sencilla: los catalanes eran españoles. Por si quedaba alguna duda hacia 1550, el príncipe Felipe (futuro Felipe II) mandó una instrucción al virrey de Nueva España, Luis Velasco, en la que ordenaba la expulsión de "cualesquiera extranjeros que han ido de fuera de estos Reinos de Castilla y Aragón".

Manipulación nacionalista

Un siglo más tarde, el magistrado José Veitia Linaje en su relevante tratado Norte de la contratación de las Indias Occidentales (1672) hizo este significativo comentario: "Desde el descubrimiento de las Indias fueron tenidos por naturales de ellas los aragoneses". Y así lo entendieron por esos mismos años los comerciantes catalanes que vivían en Cádiz y comerciaban con América, en un pleito contra el cónsul flamenco de esa ciudad: "Es indubitado que Cataluña es España".

Pese a las incuestionables evidencias, el mito de la exclusión sigue siendo rentable hasta el punto que la prensa digital nacionalista ha repetido recientemente que "Castella expulsa els catalans del projecte americà". Ejercicios de manipulación como éste no se explican porque en Historia todo valga, sino por la práctica sistemática de una censura ideológica que impone el olvido y administra una determinada memoria.