Se acerca un aniversario triste. El próximo mes de septiembre, la ONU conmemorará los 20 años del proceso de Durban, por la sede de la Conferencia mundial contra el racismo de 2001, que degeneró hasta convertirse en una pesadilla.

Yo estaba allí y no lo olvidaré jamás. Fue en Durban (Sudáfrica), hace 20 años, donde me encontré por vez primera con la izquierda oscurantista y miré a los ojos a la hidra antisemita.

Faltaban unos días para el 11 de septiembre, pero la conferencia ya anunciaba el horror del mundo de después. Demonios inimaginables en aquella época.

En Francia, acabábamos de ganar la batalla por la PaCS [Pacto Civil de Solidaridad, legalización de las parejas de hecho homosexuales]. Inspirada por el ejemplo de Nelson Mandela, llegaba a la conferencia llena de ilusión, la de sumar fuerzas y energías para combatir la lacra del racismo.

Qué ilusión. Y qué shock al llegar al fórum de las ONG. Dos jóvenes activistas de una organización judía de Suiza lloraban: por primera vez en su vida, venían de sufrir insultos antisemitas.

La rabia surgida durante la segunda Intifada saturaba la atmósfera. Había asociaciones que vendían ejemplares de los Protocolos de los Sabios de Sión [la falsificación antisemita que acusa a los judíos de conspirar para controlar el mundo]. Se distribuían octavillas lamentando que Hitler no hubiera terminado el trabajo. Izquierdistas europeos cortejaban a integristas barbudos: una alianza contra-natura que Pierre-André Taguieff [director de investigación del CNRS] bautizó “islamo-izquierdismo”, y que el CNRS ahora niega. Para cualquiera que escuchara los gritos de “muerte a los judíos” durante el discurso de Fidel Castro en Durban, es una realidad bien tangible.

El infierno se incubaba en el fórum de las ONG. La declaración acordada por los Estados hace sangrar los ojos. El texto no denunciaba el racismo allí donde se produjera, como cabría esperar de una declaración de la ONU, sino que se centró en un solo país: Israel, convertido en demonio supremo, declarado culpable de “apartheid” e incluso “de una forma de genocidio”. Son términos tan excesivos que pierden todo sentido.

Sobre todo, porque la declaración no mencionaba a ningún otro país. Ni a China por la suerte reservada a los uigures, ni a ningún otro grupo víctima de limpieza étnica o de discriminaciones de Estado. Sólo contaban las víctimas palestinas. O las del pasado; únicamente si permitían hacer pasar a los países occidentales por caja. La famosa cuestión de las reparaciones financieras, la obsesión de los regímenes empeñados en mirar hacia atrás para no tener que rendir cuentas del racismo ni de las prácticas esclavistas del presente.

Un mercadeo cínico, de lo peor de la ONU, se reanudó en Durban y se saldó con un show negacionista de Ahmadinejad: una verdadera carnicería. Varios países boicotean desde entonces el llamado proceso de Durban.

Países como Canadá, Estados Unidos, Alemania, Austria, Hungría, y esperemos que Francia, rechazan soplar las velas de Durban IV, para no respaldar un texto que fomenta el antisemitismo y acusa a un solo país. Se entiende. Gracias al cinismo de ciertos Estados del sur, y al extremismo de ciertos activistas, el combate de las Naciones Unidas contra el racismo ha perdido veinte años.

[Artículo traducido por Juan Antonio Cordero Fuertes, publicado en Marianne.net y reproducido en Crónica Global con autorización]