Manuel Lao también vende. La gradación de caídos en la empresa catalana señala en la cúspide a la poderosa Abertis, pasa por la emblemática Freixenet y culmina en Cirsa, la matriz de las tragaperras y los casinos. En la venta privada más cuantiosa de nuestra pequeña historia, su dueño se embolsa dos mil millones de euros para hacer realidad su sueño: "Amancio Ortega será más rico, pero yo vivo mejor". Lo dijo tal que así en un desayuno de tenedor y cuchara, con remate de Rémy Martin, a las 12 del mediodía, hora del Ángelus. Fue hace años, en su gabinete particular, un despacho situado a lomos de la sede corporativa de Cirsa, sobre una terraza reconvertida en jaula de pájaros multicolores destinados a descomponer el iris del visitante atrapado.

Media melena de rizos bizantinos y deportivo sobre la acera, Manuel Lao ya barruntaba entonces acabar con todo para fundirse después al volante, en la Côte d’Azur, oliendo a mar y dejando tras de sí la goma quemada del derrape pegada sobre el asfalto. Ha esperado un tiempo prudencial, el paréntesis de la crisis, hasta que Blackstone, ¿quién si no?, le ha colocado un fajo en el refajo a cambio de sus casinos, mientras el hombre se pierde, pañuelo al viento como el piloto de Isadora Duncan, en el horizonte de su destino.

'Manuel Lao', por Pepe Farruqo

'Manuel Lao', por Pepe Farruqo

'Manuel Lao', por Pepe Farruqo

Lao se lo ha vendido todo menos el casino de Puerto Madero ¡Como tonto! El pantalán de Buenos Aires lo vale y además rinde pleitesía a la capital del estadio de la Boca en plena Feria del Libro, que estos días inmortaliza la lengua de Cervantes sobre el naufragio de Borges, el imán, en palabras de Juan Cruz. Puerto Madero es un portento. Pero Lao se lo calla, no sea que los de Blackstone o los Martínez-Sampedro (fundadores de Recreativos Franco, la otra pata del duopolio del juego) y accionistas de Codere, apliquen a sus hedge funds una cláusula de retracto. Él se mece entre el olvido y la oportunidad de levantar de nuevo el negocio a partir de la filial latina. Puede hacerlo, porque este emprendedor, a fuer de atinar, vale su peso en oro. Huele la pasta como la olía cuando empezó con su hermano Juan vendiendo en un bar de Terrassa boletos del rasca y juega. Además, en Argentina le quieren; todavía se acuerdan de cuando la policía de aduanas le incautó una cartera con millones de las antiguas pesetas y varios jamones pata negra que iban a convertirse en el bonus de sus ejecutivos. Dicen que hasta el Negro Fontanarrosa dedicó en Clarín algunas de sus viñetas a las catedrales del juego, donde matan las tardes las doñas de buena cuna. El caso es que Buenos Aires habla lunfardo y juega, dos activos impagables.

Duro y de buena camada; piel de lagarto y corazón tierno. Así es Manuel Lao, aquel senyoret enfundado en un terno a rayas que irrumpió rodeado de gorilas en la Costa Brava del Cercle d'Economia, cuando la reunión anual de empresarios se celebraba todavía en Lloret de Mar. Llegó un viernes por la noche y se tomó un trago en el Black Jack de su colega Artur Suqué (Casinos de Catalunya). De vuelta al hotel, sus guardaespaldas estaban en recepción y desarmados. Había aparecido la seguridad de Moncloa para anticipar el desembarco de Felipe González, el entonces presidente, que cerraba el panel de ponencias sobre la entrada de España en CEE (la actual UE). Los de inteligencia les quitaron las pipas a los gorilas y Lao protestó airadamente. Es un temerario nato; cabalga en la grupa y sin montura; es uno de esos millonarios que no se han enterado de que el monopolio de la violencia solo le corresponde al Estado.

Lao es otro catalán que busca la emboscadura. Otro societario de la comandita que evita las sociedades anónimas y odia la incertidumbre de la bolsa, el destino natural del gran tamaño

Cirsa ya era una máquina de hacer dinero cuando Lao se metió en el círculo íntimo de Lluís Prenafeta, el ex número dos de Pujol. Fue su bautizo de fuego en las mordidas de la política. El PP y los socialistas no tardarían en pasar por Terrassa, o mejor dicho, por su Jersey catalán, la residencial Matadepera, donde Lao enterró el símbolo de su patrimonio en bienes raíces. Allí, desde un suave altozano, este doméstico Coloso de Marusi contempla la imaginaria llanura de Argos (el Vallés tecnológico), las puertas de Micenas (Barcelona) y el mar turquesa jugando al escondite con las nubes.

Ahora lo deja. Es otro catalán que busca la emboscadura. Otro societario de la comandita que evita las sociedades anónimas y odia la incertidumbre de la bolsa, el destino natural del gran tamaño. Pese a haber tenido en su consejo a gente de las finanzas, como el malogrado Juanito Llopart, Cirsa se ha mantenido como empresa privadísima. La transferencia final es la solución buscada por el egarense, como en su día lo hicieron químicas (la Prodesfarma de Vila Casas), cementeras (la Asland de los Bertrán de Caralt), alimentarias (la Caprabo de los Carbó), siderometalúrgicas (la Estampaciones Sabadell de Bonet) y como recientemente lo ha repetido la citada Freixenet, cuyo presidente, José Luis Bonet, ha encontrado consuelo en lo público (Cámara de Comercio de España) perdiendo plumas en lo privado.

Instalada en el éxito de los secretos, al estilo de los Lloberola en Vida privada, la novela de Josep Maria de Sagarra, la empresa familiar empezó su preferencia por la liquidez cuando Jabones Camp (“busque, compare y si encuentra otro mejor...”) se vendió a Benckiser y Braun (“un, dos, tres, picadora Moulinex”) colocó la factoría de Esplugues a Procter and Gamble (P&G). El mercado de valores genera sarpullidos importantes en el riesgo país de los catalanes. Miren si no la evolución de Cementos Molins, que salió a bolsa, permutó acciones con Ciment François, pero después, arrepentida, recompró los títulos y efectuó una OPA de exclusión para volver al vergel originario. El dolor de Los Buddenbrook (en la novela de Thomas Mann), la cuarta generación de una saga industrial de Lübeck, tiene un encaje hondo en el mercado real, ítem más, cuando el industrial se siente erosionado sin denuedo por el independentismo miope y falaz. Crecer ma non troppo, incrementar beneficios a corto y obtener reducciones fiscales en la tributación de sucesiones y herencias. Este es el escenario del Instituto de la Empresa Familiar, una organización que desde la desaparición de su fundador, Leopoldo Rodés, se ha quedado en un grupo presión sin apenas peso, frente al Ibex 35, turbomotor de la economía.