En el hipotético nuevo contrato social quieren estar todos. También los que lo rechazan de entrada (el bloque independentista) o los que le ponen condiciones draconianas (PP, Cs). Debemos pensar que la nueva bitácora territorial será un desiderátum en el que cabrá todo, incluido el aparato judicial, con el Tribunal Supremo bajo la lupa. Y aunque ahora parece imposible, el hecho de diseñar mentalmente un nuevo pacto nacional de España es una buena gimnasia cara al futuro. El mal momento del Supremo ante el juicio oral del procés no es culpa de los jueces, sino más bien de los políticos; estos mediatizan al Tribunal sin advertir que el descrédito de la instancia de casación es una mancha para el Estado de Derecho, nuestro mejor tesoro.

En el impuesto de las hipotecas, el otro gran tema del Supremo, su presidente, Carlos Lesmes, pide perdón y  anuncia que, en la asamblea de magistrados del 5 de noviembre, la sentencia no variará. Pero se ha olvidado de evocar los antecedentes: los magistrados ya dijeron, en un fallo de 2011, que la aplicación exclusiva del impuesto al comprador de una vivienda lesionaba el principio de distribución de la carga tributaria. ¿Habrá finalmente un fallo salomónico? Apuesto a que sí y será favorable al usuario pero, al parecer, aplicable solo hasta cuatro años de antelación.

carlos lesmes

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El presidente de la patronal de la banca (AEB), José María Roldán, responde que la sentencia anula una norma general y solo surte efecto “desde el día en que se publica”. Si son las entidades las que pagan los actos jurídicos documentados, no serán los bancos los que reciban las consecuencias sino los clientes, que “verán modificadas las condiciones de las hipotecas”. Es la respuesta de un lobista perruno (con perdón); mete miedo en vez de crear un clima favorable a las entidades.

Eso no es tan fácil, Campuzano. Los millones de hipotecados que podrían reclamar una devolución de unos 3.000 euros de media por el impuesto, hasta ocho millones de clientes según asociaciones de consumidores, tienen en mente la fecha del 5 de noviembre. Quince días de espera son muchos y todo esto empieza a recordarnos al país de la chapuza del que hablaba el sabio displicente, Eduardo Punset. Sea como sea, a los bancos les espera Luxemburgo, el tribunal Europeo, donde irán a parar todos los recursos, con una Sala favorable al consumidor por definición. ¡Ah! Y con plena retroactividad.

El perdón de Lesmes y su petición a Luis María Díez-Picazo, presidente de la Sala Tercera, de que aclare el fallo por escrito ha sentado como una patada en salva sea la parte en la Plaza de la Villa de París (Madrid), sede marmórea de la alta instancia. Muchos se preguntan “cómo nos ha podido pasar esto”. Un colega de la misma sala que Picazo describe la situación “como un golpe inesperado”. Los momentos de pausa se alargan hasta altas horas en los pasillos y en despachos del Supremo.

Cuando Lesmes ha reconocido una gestión “deficiente” de la Sala no ha hecho más que acentuar el daño. Algunos, los escogidos y más próximas al presidente del Tribunal, aceptan que Lesmes, sin querer, se “extralimitó al pedir perdón”. Son impolutos en las formas, pero demasiado humanos en el tropiezo (errare humanum est, perseverare diabolicum). El pleno decisorio, previsto para el día 5, no puede significar una solución mágica, porque al haber mencionado a otras sentencias pendientes de resolución alarga el proceso de la Sala del Contencioso y delata la incertidumbre de millones de ciudadanos.

Que me perdone la alta magistratura, pero al instructor Llarena, a medida que se iba metiendo en el jardín de las euroórdenes o que le presionaban para que liberara a los políticos independentistas en prisión preventiva, nadie le ayudó. No me gustan sus métodos (odio la cárcel, claro, como todos), pero ¿no aplica Llarena las mismas leyes que los demás? Miren, este es un mal muy español: cuando algo no nos conviene nos pasamos el corporativismo por el arco de triunfo. No he visto en España a un hombre más solo que Llarena, después de hacer el trabajo sucio. Me recuerda al capitán Alatriste y a su amiga, la novia de un Rey venéreo.

Por lo visto, las capas de hoy --en el Madrid de los Austrias-- le permiten a uno pasar desapercibido; protegen el anonimato, como antes de aquel afrancesado ministro de Gadoy. Los bandazos de la política se pasean por callejuelas y plazas duras donde se oye de fondo el clamor de Pablo Casado asegurando el voto duro y olvidando al centro, justo lo contrario de lo que hizo Aznar (hagan memoria, no se dejen llevar por la apariencia) en su momento de subida. Cuando el expresidente le dedica mimos a Santiago Abascal, alguien debería recordarle que él nunca habló bien en público del notario Blas Piñar; simplemente lo ignoró. Ahora, el mentor le dice a Casado que el voto centrista puede esperar, a pesar de que está perdiendo la territorialidad, como se ve en Andalucía, y se le cuela Vox en el Congreso, según el último CIS.

A un lado y al otro de los pasadizos centrales de la sede del Supremo hierven la dos heridas de España: las hipotecas y el frente catalán. Este segundo tocado por las confesiones de Pedro Sánchez sobre el exceso del delito de rebelión y los retoques de Carmen Calvo. Las palabras del presidente, al referirse incluso los tipos penales, van acompañadas de los paños calientes de la vicepresidenta: ambos aplican coordinadamente el principio ignaciano del poli malo, poli bueno, o mejor del fortier im re, suaviter im modo.

Por su parte, el nacionalismo no afloja; vive bajo la radicalidad democrática, como si ésta fuese la cúpula inacabada de la convivencia de un país si ley. El soberanismo flota sobre el manto del referéndum y el plebiscito, dos caminos sometidos al sufragio universal, única prevalencia en el constitucionalismo de rostro humano: “Si supiera que una cosa es útil para mi patria, pero perjudicial para Europa y para el género humano, la consideraría un crimen”, escribió Montesquieu ¡¡en el 1700!! Hace mucho que estamos avisados.